A veces la bondad se encarcela. Y la belleza también, dijo el abad rebelde de Saint-Martin des Conques Braves en la ceremonia de la Pascua. A nadie se le ocurriría decir que en las prisiones están los buenos. Pero ¿quién nos dice que a pesar del acto que ha llevado a un hombre a penar no se trata de un ser que ama cuanto roza la belleza? ¿Es el acto delictivo que ha cometido lo que invalida su personalidad sensible? ¿Cómo puede condenarse a un individuo también a no reconocerle el interés que pudo tener por la estética, el aprecio por los seres humanos necesitados y su gesto generoso y amable con los vecinos?
El templo permaneció mudo. En las primeras filas de la iglesia, donde se sientan ordinariamente los privilegiados, se suscitaron algunos murmullos roncos. Aquellas preguntas del abad dolieron a la congregación de fieles que no ignoraban que uno de los vecinos de la comarca, el joven Philippe de la Haine, apodado Dangereux, había dado muerte en un acto de venganza al noble Michel Antoine de la Bretagne, conde de Nantes. No es verdad que dolieran a todos los asistentes a la Pascua, sino más bien a la familia allegada del difunto, a los otros nobles del reino y a los siervos dependientes de él, por la cuenta que les tenía. El abad continuó con tono vigoroso. No temáis, hermanos míos, mi hermosa grey de creyentes, no voy a exonerar del crimen al joven Philippe, pero sí quiero dejar a salvo su capacidad de entrega a la comunidad y su especial y exquisito gusto por cuanto en esta vida suscita admiración, contemplación y amor. Si la ley ha decidido su condena ¿quién soy yo para oponerme? Los nobles y altos clérigos de la región se relajaron en sus solios. Varios afirmaron con la cabeza alegrándose de que el abad de Saint-Martin des Conques Braves, no obstante su fama conflictiva con la autoridad civil, admitiera no solo los hechos sino que se inclinara ante el creciente poder de los nobles y del rey.
Rezaré por el joven reo, y se postró de rodillas, actitud que alarmó a los nobles más avisados. Y entonces su voz tronó. Oraré no solo por él sino por todos vosotros, que sois potencialmente culpables de delinquir unos, delincuentes manifiestos otros, aunque nunca se os aplicará la ley, asesinos manchados de sangre varios más, ladrones de bienes de los humildes y cómplices del mal la mayoría. Mirad que no digo fríamente que sois pecadores, algo que sería inocuo, y cuyo sentido apenas nos aflige a nadie hoy día. Suplicaré, y acabó echado sobre la lápida de la tumba del anterior abad, en el presbiterio, no para que os salvéis, porque sé de sobra que eso es imposible, sino para que os condenéis en esta vida.
La treintena de nobles que escucharon atónitos las palabras del abad se levantaron al unísono, produciéndose un ruido considerable de movimiento de cuerpos desplazados, sitiales corridos y espadas desenfundadas.
A estas alturas de nuestro siglo moderno aún no se decide Roma a incorporar al santoral la figura de aquel abad. No obstante hay gente de la zona que desde antiguo recuerda y reza -¿qué es una plegaria sino un bello recuerdo?- al que llaman el Santo Abad. A secas, por si acaso.
(Ilustración de Artemio Rodríguez)