De vuelta, posteando hallazgos, esta vez con bastante retraso, encontré a India Flint en la web (como tantas otras maravillas) en el 2009. Buscaba aprender técnicas con tintes naturales, quería experimentar un poco, hacer pruebas y ver si me gustaba, y fue amor a primera vista.
India trabaja (y crea) con eucalyptus, y con cualquier otro árbol o hierba que pueda dejar huellas en los textiles. Su elección no es al azar: el eucalyptus (en cualquiera de sus variedades, que son muchas) tiene afinidad particular con las fibras de proteína, como la lana o la seda. Con el simple contacto de estas fibras y el follaje, corteza, semillas, raices del eucalyptus, (ya sean recién recogidas o secas), se produce la magia. Y el proceso es sencillo.
En Eco Colour, su primer libro sobre el tema, describe este procedimiento y muchos mas. Es una verdadera joya, que nos invita a la experimentación y al disfrute.
Básicamente: se hierven las hojas o corteza o ramas de eucalyptus en agua. A los 5 min de hervor, las hojas dan tintes verdosos, a los 30 min anaranjados terrosos, y a los 60 min rojo terracota. Basta con retirar las hojas y apagar el fuego en el momento deseado. Es importante no exceder el tiempo de cocción, ya que a partir de la hora de hervor, el eucalyptus comienza a dejar en el agua el kimo, una sustancia gomosa que imposibilita la adherencia del tinte a las fibras textiles. No se necesitan mordientes como en otras técnicas, lo cual simplifica el proceso. Se pueden generar variantes agregando al agua de hervor algunos hierros oxidados, ya que el hierro opaca un poco los tonos dándoles una tonalidad negruzca, o grisácea, según las cantidades (como se puede ver, hay que volverse recolector, de hojas, y de objetos oxidados :)
Sobre estas lineas, mis primeros intentos en fieltro, siguiendo el paso a paso de India en su pagina web.
El sellado de hojas se realiza del siguiente modo: humedecer el fieltro o la seda, ubicar las hojas sobre la tela (si fueron retiradas a los 5 min de hervor, sellaran en tonos verdes, si las retiramos a los 30 min dejan huella anaranjada, y rojo terracota a la hora de cocción)
Se enrolla la tela (la estampa queda así de ambos lados de la pieza), se ata con hilo barrilete para sostener el paquete bien ajustado, y se cocina al vapor (en una olla grande con unos cm de agua ubicamos un colador de pasta y el atado encima) durante media hora.
Luego de esta cocción y se deja reposar de una semana a 2 meses, siempre rociando con agua y manteniendo la humedad del paquete (las piezas de la fotografía fueron logradas con una semana de reposo).
También se puede utilizar el tinte producido durante el hervor para sumergir las telas de lana o seda. EL proceso aquí seria: una vez frío el tinte, colocar la pieza de tela hasta que el liquido penetre bien las fibras. Llevar a fuego bajo durante una hora (como mínimo). EL tiempo de cocción puede extenderse en este caso, porque las hojas, corteza etc ya fueron retiradas del tinte.
En el caso de otras fibras naturales el proceso es similar, pero inicia de otro modo: se debe dar una base proteica a la tela para que el tinte se fije. El algodón, el lino y otras fibras textiles de celulosa, necesitan sucesivas inmersiones previas en una solución de agua y leche de soja (entre otras opciones). En este caso el proceso es mas complicado, ya que son necesarias mas de 10 inmersiones y sus posteriores secados para obtener buenos resultados.
Second Skin es el segundo libro de India dedicado a estas técnicas, enfatizando su uso en indumentaria. Todavía no aparecen imágenes del interior del libro en la web, ya que su edición es muy reciente.
La revista Bloom (una de las mejores publicaciones actuales, a mi parecer) dedico uno de sus ejemplares a esta magia del color...
... en el cual India Flint esta presente. Algunas imágenes en el website.
Siempre un privilegio inspirarse con su arte.
Otra de sus publicaciones (mas antigua en este caso) es Felt Handmade Style, un libro sobre fieltro artesanal con lanas naturales, coloreadas al estilo India, otra joya.
Espero disfruten tanto como yo de este recorrido (fue largo el post, pero lo vale;)
viernes, 19 de agosto de 2011
viernes, 3 de junio de 2011
La Mansa Lana
lamansalana.blogspot.com |
De las manos mansas y trabajadoras de Marcela, este regalo: un blog sobre fieltro, con su sello personal y distintivo. Un camino de descubrimiento con luz de sol que se filtra entre los follajes, esa fue mi sensación y quiero compartirla...
Bienvenida a la blogosfera!!!!
viernes, 7 de enero de 2011
Sweet home Alabama...
Corría el 2009 cuando buceando en la web encontré este verdadero tesoro... Más allá de la obviedad en la maestría del trabajo, digo un tesoro porque se trata de creatividad aplicada a la sustentabilidad.
Alabama Chanin, de vuelta a su tierra de praderas de algodón después de viajar por el mundo haciendo textiles, redescubrió sus raíces.
La industria manufacturera del algodón del estado de Alabama se encontraba en su ocaso desde hacía tiempo, si bien sus campos seguían produciendo el volumen más grande de algodón en el mundo, su producción era exportada casi en su totalidad y volvía desde China en forma de camisetas... (historia conocida?)
Alabama comenzó con el reciclado de viejas remeras de jersey de algodón...y las transformó en prendas de alta costura, cómodas y sentadoras, femeninas, dando trabajo a toda esa mano de obra especializada en quilting (emocionan hasta las lágrimas sus anécdotas entrevistando al pueblo de Alabama: sobre cómo los costales de harina se transformaban en edredones, y las bolsas de tabaco destejidas proporcionaban el hilo para el armado de las piezas, porque no tenían nada, y de la nada lo hacían todo)...
...y luego avanzó un paso más allá (un paso gigantesco): promovió el sembrado algodón sin pesticidas ni fertilizantes químicos, algodón orgánico de Alabama.
Alabama Chanin, de vuelta a su tierra de praderas de algodón después de viajar por el mundo haciendo textiles, redescubrió sus raíces.
La industria manufacturera del algodón del estado de Alabama se encontraba en su ocaso desde hacía tiempo, si bien sus campos seguían produciendo el volumen más grande de algodón en el mundo, su producción era exportada casi en su totalidad y volvía desde China en forma de camisetas... (historia conocida?)
Alabama comenzó con el reciclado de viejas remeras de jersey de algodón...y las transformó en prendas de alta costura, cómodas y sentadoras, femeninas, dando trabajo a toda esa mano de obra especializada en quilting (emocionan hasta las lágrimas sus anécdotas entrevistando al pueblo de Alabama: sobre cómo los costales de harina se transformaban en edredones, y las bolsas de tabaco destejidas proporcionaban el hilo para el armado de las piezas, porque no tenían nada, y de la nada lo hacían todo)...
...y luego avanzó un paso más allá (un paso gigantesco): promovió el sembrado algodón sin pesticidas ni fertilizantes químicos, algodón orgánico de Alabama.
Con técnicas de su propia invención (un paso a paso exhaustivo que incluye stencil, calados, cosidos y bordados) modifica la apariencia del más simple jersey de algodón, y no sólo eso, lo comparte con quien quiera intentarlo, en sus libros Alabama Stitch Book y Alabama studio Style... ambos maravillosos!
Espero disfruten tanto como yo de este hallazgo...!
martes, 7 de diciembre de 2010
Fieltro por éstas latitudes...
Cuando conocí el fieltro, cuando ví las primeras fotografías...corría el 2007 y fue amor a primera vista. No sabía bien de qué se trataba, no tenía ni una sola pista. Parece que hubiera pasado mucho tiempo desde esa noche que me desvelé mirando imágenes en Flickr. En ese momento no se encontraban tutoriales en Youtube, y en los blogs aparecían algunos how to con paso a paso (en inglés...) que nombraban materiales de uso cotidiano por aquellas latitudes...y no por éstas.
Ese lento descubrir me llevó a enamorarme cada vez más de la fibra, el trabajo de amasado, el efecto de la seda en el nuno, la magia de los tintes en la lana, la mezcla de las distintas texturas en la mesa de trabajo. Y hay algo más: el fieltro posee otra magia, la de ser como un espejo, al trabajarlo, al ver la pieza terminada, nos dice más sobre nosotros mismos que de la pieza en sí. Y uno está toda una vida descubriéndose. Cada mano trabaja de modo diferente, en tiempos diferentes, cada persona logra que el mismo instrumento ejecute distinta música.
El destino quiso ponerme en un lugar privilegiado: cada semana me paro frente a una mesa de trabajo en la cual cada una de mis alumnas, amigas y confidentes, vuelca toda su creatividad, y yo presencio el milagro.
Es que la lana -como suelo decirles- es proteína, al igual que nuestra piel. Y esa afinidad con el material es ancestral, nos precede en el tiempo. Al descubrir el fieltro pude conectarme con aquello que la humanidad sabía desde hace milenios: todo es uno. Y veo a mis alumnas acercarse a esa verdad cada semana.
Por éstas latitudes el fieltro desembarcó...o está queriendo hacerlo. Creo que lo válido es -y será siempre- encontrar un modo de expresión, un medio más para expresar nuestra identidad (individual o colectiva). De nada sirven las imitaciones, que pierden gracia incluso en el proceso de trabajo que deja de ser creativo. Importan los medios, y no sólo los fines...(en este aspecto se podría ahondar, y bastante). Es importante la práctica, la experiencia, las horas de contacto con el material, la observación, la paciencia y la perseverancia (como para todo en la vida). El fieltro es de todos, y de cada uno. Dejemos que sea.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
Homenaje
Mediterráneo
Amarrar un barco bajo la lluvia, en la atmósfera gris de un puerto mediterráneo, suscita a veces una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. No hay sol que reverbere en las paredes blancas de los edificios, y el agua que quedó atrás, en la bocana, no es azul cobalto a mediodía, ni al atardecer tiene ese color de vino tinto por cuyo contraluz se deslizaban, en otro tiempo, naves negras con ojos pintados en la proa. El mar es verde ceniciento; el cielo, bajo y sucio. Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por la jarcia y las velas aferradas, y empapa la teca de la cubierta. Ni siquiera hay viento.
Aseguras los cabos y bajas al pantalán, caminando despacio entre los barcos inmóviles. Mojándote. En días como hoy, la lluvia contamina de una vaga tristeza, imprecisa. Hace pensar en finales de travesía, en naves prisioneras de sus cabos, bolardos y norays. En hombres que dan la espalda al mar, al final del camino, obligados a envejecer tierra adentro, recordando. Esta humedad brumosa, impropia del lugar y la estación, aflige como un presentimiento, o una certeza. Y mientras te vas del muelle no puedes evitar pensar en los innumerables marinos que un día se alejaron de un barco por última vez. También, por contraste, sientes la nostalgia del destello luminoso y azul: salitre y pieles jóvenes tostadas bajo el sol, rumor de resaca, olor a humo de hogueras hechas con madera de deriva, sobre la arena húmeda de playas desiertas y rocas labradas por el paciente oleaje. Memoria de otros tiempos. De otros hombres y mujeres. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Cuando estudiabas el mar con ojos de aventura, en los puertos sólo presentías océanos inmensos e islas a las que nunca llegaban órdenes judiciales de busca y captura, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado.
En el bar La Marina –reliquia centenaria, sentenciado a muerte por la especulación local–, Rafa, el dueño, asa boquerones y sardinas. A un lado de la barra hay tres hombres que beben vino y fuman, junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, los pesqueros abarloados en el muelle próximo, junto a la lonja. Los tres tienen la misma piel tostada y cuarteada por arrugas como tajos de navaja, el aire rudo y masculino, la mirada gris como la lluvia que cae afuera, las manos ásperas y resecas de agua fría, salitre, sedales, redes y palangres. A uno de ellos se le aprecia un tatuaje en un antebrazo, semioculto por la camisa: una mujer torpemente dibujada, descolorida por el sol y los años. Grabada, supones, cuando una piel tatuada –mar, cárcel, milicia, puterío– todavía significaba algo más que una moda o un capricho. De cuando esa marca en la piel insinuaba una biografía. Una historia singular, turbia a veces, que contar. O que callar.
Sin preguntarte casi, Rafa pone en el mostrador de zinc un plato de boquerones asados, grandes de casi un palmo, y un vaso de vino. «Vaya un tiempo perro», dice resignado. Y tú asientes mientras bebes un sorbo de vino y te llevas a la boca, cogiéndolo con los dedos y procurando no te gotee encima el pringue, un boquerón, que mordisqueas desde la cabeza a la cola hasta dejar limpia la raspa. Y de pronto, ese sabor fuerte a pescado con apenas una gota de aceite, hecho sobre una plancha caliente, la textura de su carne y esa piel churruscada que se desprende entre los dedos que limpias en una servilleta de papel –un ancla impresa junto al nombre del bar– antes de coger el vaso de vino para llevártelo a los labios, dispara ecos de la vieja memoria, sabores y olores vinculados a este mar próximo, hoy fosco y velado de gris: pescados dorándose sobre brasas, barcas varadas en la arena, vino rojizo, velas blancas a lo lejos, en la línea luminosa y azul. Tales imágenes se abren paso como si en tu vida y tus recuerdos alguien hubiera descorrido una cortina, y el paisaje familiar estuviese ahí de nuevo, nítido como siempre. Y comprendes de golpe que la bruma que gotea en tu corazón sólo es un episodio aislado, anécdota mínima en el tiempo infinito de un mar eterno; y que en realidad todo sigue ahí pese al ladrillo, a la estupidez, a la desmemoria, a la barbarie, a la bruma sucia y gris. El sabor de los boquerones y las sardinas que asa Rafa en el bar es idéntico al que conocieron quienes, hace nueve o diez mil años, navegaban ya este mar interior, útero de lo que fuimos y lo que somos. Comerciantes que transportaban vino, aceite, vides, mármol, plomo, plata, palabras y alfabetos. Guerreros que expugnaban ciudades con caballos de madera y luego, si sobrevivían, regresaban a Ítaca bajo un cielo que su lucidez despoblaba de dioses. Antepasados que nacieron, lucharon y murieron asumiendo las reglas aprendidas de este mar sabio e impasible. Por eso, en días como éste, reconforta saber que la vieja patria sigue intacta al otro lado de la lluvia.
Amarrar un barco bajo la lluvia, en la atmósfera gris de un puerto mediterráneo, suscita a veces una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. No hay sol que reverbere en las paredes blancas de los edificios, y el agua que quedó atrás, en la bocana, no es azul cobalto a mediodía, ni al atardecer tiene ese color de vino tinto por cuyo contraluz se deslizaban, en otro tiempo, naves negras con ojos pintados en la proa. El mar es verde ceniciento; el cielo, bajo y sucio. Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por la jarcia y las velas aferradas, y empapa la teca de la cubierta. Ni siquiera hay viento.
Aseguras los cabos y bajas al pantalán, caminando despacio entre los barcos inmóviles. Mojándote. En días como hoy, la lluvia contamina de una vaga tristeza, imprecisa. Hace pensar en finales de travesía, en naves prisioneras de sus cabos, bolardos y norays. En hombres que dan la espalda al mar, al final del camino, obligados a envejecer tierra adentro, recordando. Esta humedad brumosa, impropia del lugar y la estación, aflige como un presentimiento, o una certeza. Y mientras te vas del muelle no puedes evitar pensar en los innumerables marinos que un día se alejaron de un barco por última vez. También, por contraste, sientes la nostalgia del destello luminoso y azul: salitre y pieles jóvenes tostadas bajo el sol, rumor de resaca, olor a humo de hogueras hechas con madera de deriva, sobre la arena húmeda de playas desiertas y rocas labradas por el paciente oleaje. Memoria de otros tiempos. De otros hombres y mujeres. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Cuando estudiabas el mar con ojos de aventura, en los puertos sólo presentías océanos inmensos e islas a las que nunca llegaban órdenes judiciales de busca y captura, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado.
En el bar La Marina –reliquia centenaria, sentenciado a muerte por la especulación local–, Rafa, el dueño, asa boquerones y sardinas. A un lado de la barra hay tres hombres que beben vino y fuman, junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, los pesqueros abarloados en el muelle próximo, junto a la lonja. Los tres tienen la misma piel tostada y cuarteada por arrugas como tajos de navaja, el aire rudo y masculino, la mirada gris como la lluvia que cae afuera, las manos ásperas y resecas de agua fría, salitre, sedales, redes y palangres. A uno de ellos se le aprecia un tatuaje en un antebrazo, semioculto por la camisa: una mujer torpemente dibujada, descolorida por el sol y los años. Grabada, supones, cuando una piel tatuada –mar, cárcel, milicia, puterío– todavía significaba algo más que una moda o un capricho. De cuando esa marca en la piel insinuaba una biografía. Una historia singular, turbia a veces, que contar. O que callar.
Sin preguntarte casi, Rafa pone en el mostrador de zinc un plato de boquerones asados, grandes de casi un palmo, y un vaso de vino. «Vaya un tiempo perro», dice resignado. Y tú asientes mientras bebes un sorbo de vino y te llevas a la boca, cogiéndolo con los dedos y procurando no te gotee encima el pringue, un boquerón, que mordisqueas desde la cabeza a la cola hasta dejar limpia la raspa. Y de pronto, ese sabor fuerte a pescado con apenas una gota de aceite, hecho sobre una plancha caliente, la textura de su carne y esa piel churruscada que se desprende entre los dedos que limpias en una servilleta de papel –un ancla impresa junto al nombre del bar– antes de coger el vaso de vino para llevártelo a los labios, dispara ecos de la vieja memoria, sabores y olores vinculados a este mar próximo, hoy fosco y velado de gris: pescados dorándose sobre brasas, barcas varadas en la arena, vino rojizo, velas blancas a lo lejos, en la línea luminosa y azul. Tales imágenes se abren paso como si en tu vida y tus recuerdos alguien hubiera descorrido una cortina, y el paisaje familiar estuviese ahí de nuevo, nítido como siempre. Y comprendes de golpe que la bruma que gotea en tu corazón sólo es un episodio aislado, anécdota mínima en el tiempo infinito de un mar eterno; y que en realidad todo sigue ahí pese al ladrillo, a la estupidez, a la desmemoria, a la barbarie, a la bruma sucia y gris. El sabor de los boquerones y las sardinas que asa Rafa en el bar es idéntico al que conocieron quienes, hace nueve o diez mil años, navegaban ya este mar interior, útero de lo que fuimos y lo que somos. Comerciantes que transportaban vino, aceite, vides, mármol, plomo, plata, palabras y alfabetos. Guerreros que expugnaban ciudades con caballos de madera y luego, si sobrevivían, regresaban a Ítaca bajo un cielo que su lucidez despoblaba de dioses. Antepasados que nacieron, lucharon y murieron asumiendo las reglas aprendidas de este mar sabio e impasible. Por eso, en días como éste, reconforta saber que la vieja patria sigue intacta al otro lado de la lluvia.
Patente de corso
Arturo Pérez-Reverte
Gracias por tanto amor nono Francisco
Arturo Pérez-Reverte
Gracias por tanto amor nono Francisco
lunes, 17 de mayo de 2010
Tiempo
Amo el paso del tiempo, me encanta su rastro en los rostros, en las manos y en los objetos. Sus rastros cuentan una historia a quien quiera escuchar. Y dado que pienso y siento que nuestro tiempo en esta existencia es un regalo (por eso el presente se llama presente ;) no me lamento por el tiempo "perdido", y lo bautizo con el nombre de "tiempo de gestación".
Hay momentos para hacer y momentos para sólo ser, lo importante es que nuestro estar coincida con ese tiempo: el tiempo de espera, el tiempo stand by, el tiempo perdido, es tiempo de gestación de ideas, de sueños, de esperanza.
Cada tanto la vida misma nos obliga a parar y tamiza sin nuestro permiso nuestras prioridades. Agradezco esta posibilidad infinitamente, realimenta nuestra capacidad de asombro.
sábado, 20 de diciembre de 2008
Melita
Carmela bailando con el amor de su vida, Francisco (mis abuelos paternos)
En 11 de noviembre, hace mas de un mes ya, nos despedimos de mi abuela Carmela, mi abuela paterna, Melita para sus 6 nietos.
Hacía ya meses que la soñaba, y me despertaba extrañada, porque quien tiene serios problemas de salud es mi abuelo Francisco...pero ella se fue antes...En mis sueños ella me invitaba a un viaje por una autopista, que partía de Italia, de su pueblo, cruzaba el Atlántico, y culminaba en la cocina de su casa, donde ella abría la puerta y me invitaba a pasar diciendo como siempre "viní que la noni te hace uno tisito" (tradución: "vení que la abuelita te hace un tesito"). Al entrar, ella feliz, me decia "Viste cuánto logramos!!!", refiriéndose a su vida de inmigrante en un país donde todo estaba por hacer.
Y si, lograron mucho, y ahora nos toca honrarlo...sus manos trabajando la masa, sus movimientos en la cocina, su mirada cómplice con las travesuras, incluso inquisidora por momentos ya en la adultez. Todo eso es Melita...el aroma a tuco por la mañana, el bizcochuelo exquisita en la mesada, por si viene visita, los ajíes en vinagre fritos, el abrazo irrompible, aferrado, que te dice "estoy acá, yo te cuido, y soy fuerte como mi abrazo"
"La noni te quiere mucho"
"Yo también te quiero mucho noni"
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