De las múltiples profesiones que los intrépidos emprendedores descubren durante este duro mes de febrero en Madrid la que más llama la atención es la clásica del buscador de oro. Esto no debe ser el extremo oeste americano ni el río Hurdano, tal vez sea más cómodo el trabajo pero se me antoja tan arriesgado como el de los exploradores de aquellos tiempos. La cosa consiste en ponerse una chaqueta negra que luzca el lema del oficio: “compro oro”. El atuendo lo luce un hombre negro, fuerte y cachudo que reparte papeles a los viandantes. El real metal se busca pepita a pepita en el torrente de personal que deambula por las calles del Barrio de Salamanca y calles centrales de la capital. Son cribaderos interesantes, con abundancia de pepitas y en ocasiones con deseos de deshacerse de las piedrecillas. Los arriesgados sacadores persisten en su trabajo persona por persona, muy cerca de la puerta del túnel donde se guardará lo adquirido. Suele ser cristaleras opacas a base de adornos con figuras risueñas y letreros explicativos y animadores: “¿Qué puede hacer con ese pendiente viudo, ese anillo olvidado o ese reloj que no funciona? Tráiganoslo y nosotros se lo pesamos, se lo tasamos y usted se lleva su dinero”
En ocasiones las pepitas las localiza el ojeador del cartel en el bolso de una señora o en la curiosidad de un hombre de edad mediada - al rededor de los sesenta- distinguidos, corbata, abrigo y discretos tacones, que traspasan disimulando la entrada a la gran oferta. Imposible saber si lo que empeñan o venden es por deshacerse de ello o por necesidad perentoria de efectivos pero en época de crisis cualquier dinero es bueno incluso para los bien vestidos.
Los mineros de las calles seguirán con sus cribas en las calles esperando que la pepita caiga de su parte. Ellos también trabajan a comisión, como los antiguos mineros y, por supuesto, sin seguridad social ni contrato de trabajo, para eso son emprendedores. No hay tiempo para la lírica.