Me dormí leyendo a Kafka y desperté convertido en mariposa. No tuve estado de crisálida, a pesar de que algunos amigos me consideraban un capullo. De la noche a la mañana mi cuerpo sufrió un cambio espantoso. Me asusté pensando que mi vida se tornaría una pesadilla similar a la de Gregorio, marginado y despreciado por los que supuestamente me quieren.
Mi cuerpo tenía aproximadamente el mismo tamaño que antes de sufrir tan espantosa mutación, aunque ahora era oscuro y repugnante. Una especie de trompa enrollada ejercía las funciones de boca y unas prominentes antenas, aún torpes, se enredaban entre sí. De mi espalda surgían unas bellas y enormes alas azules con varios círculos rojos contorneados en negro, como si hubieran estampado un lienzo de Miró sobre ellas. A pesar de la belleza aparente, no dejaba de ser un horrible insecto.
Intenté incorporarme e, instintivamente, agité las alas sin una orden previa de mi cerebro. Mi cuerpo se alzó tres palmos de la cama y me dirigí hacia la ventana. Lo que supuse era mi lengua se desplegó sobre una de las flores que lucían en el alféizar. Libé su preciado néctar pero apenas llenó el vacío de mi estómago. Alguna vez había sentido mariposas en el estómago, ahora sentía el estómago de una mariposa.
Una vez aprendí a controlar el movimiento de las alas y con más dificultades de las que pude imaginar, conseguí asomar todo mi cuerpo al exterior y lanzarme a la calle.
Era temprano y no había gente. Con movimientos indecisos y volando en zig-zag, aterricé con cierta brusquedad sobre el jardín del edificio vecino. Me posé sobre las hermosas flores que aún estaban húmedas por el rocío matutino, destrozando con mi peso la mayoría de ellas. Era una enorme mancha azul agitándose sobre el verde césped de mis vecinos.
Oí el ladrido de un perro que asomaba el hocico entre las rejas de un balcón y levanté el vuelo en busca de algo que saciara mi hambre lejos de aquel can delator. Pensé en acudir a casa de mis padres ¡Ellos si que sabían prepararme un buen desayuno! No reflexioné en que mi apariencia les asustaría y que tras tantos meses sin relación aquella visita sería, cuando menos ,incómoda. Dirigí mi torpe vuelo hacia su casa. Las puertas del balcón estaban abiertas y tras algún golpe con el cristal pude entrar al comedor. El olor a café recién hecho y tostadas provocaron el gruñido de mis tripas. Mi madre salió de la cocina alertada por el ruido y me sonrió. Se lanzó con los brazos abiertos y me plantó un sonoro beso junto a mi antena derecha. No vaciló, supo que era yo y no hizo mención alguna a mi terrible aspecto, ni tan siquiera al olvido en el que los había enterrado. Las madres deben tener un sexto sentido para reconocer a sus hijos ya que era harto difícil adivinar que aquel inmenso lepidóptero era su hijo, y más tras tanto tiempo sin saber de mí.
Me sirvió una taza de café y dejó un plato con tostadas untadas con aceite. Ella hablaba atropelladamente, sin esperar respuesta. Me hubiera gustado poder contestarle, poder excusar mi inexcusable comportamiento, pedir perdón por este tiempo en que mi orgullo ahogó cualquier atisbo de arrepentimiento, pero cada vez que quería hablar lo único que conseguía era un aleteo nervioso, una mala conexión de mis neuronas, pensé.
No pude probar ni el café ni el pan y mi madre entendió que mi dieta había cambiado. Trajo todas las macetas que pudo y las puso sobre la mesa. Me dio cierto pudor desenrollar mi trompa sobre aquellas flores de las que se sentía tan orgullosa, aunque el hambre no dejaba otra opción. Absorbí todo el néctar que pude y me marché dejando a mi madre con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos, intentando acariciar a su volátil hijo.
Jamás cerró los brazos, ni incluso tras el golpe que propiné a mi padre en una discusión absurda. Siempre me había sentido superior a ellos, aún recuerdo aquel día estúpido en que mi vanidad y estupidez pudieron más que el amor que debería haber sentido hacia ellos. Ella aparcó el dolor y me llamó cientos de veces. Mi padre, aunque lo deseaba con toda su alma, nunca más me dirigió la palabra.
Me alegró que no estuviera por no volverlo a decepcionar. Con él siempre intentaba ofrecer mi mejor versión para colmar las grandes expectativas que había depositado en mí. Recuerdo cuando se desplomó sobre el sofá con los ojos cerrados y la boca abierta,como gritando una a eterna, pero sin decir ni una palabra. Simplemente le había comunicado que mi nueva pareja era un abogado criminalista. ¿Una abogado? preguntó él, creyendo que había escuchado mal mi afirmación. Un abogado,me reafirmé: un chico que conocí en la universidad. Sus ilusiones se vieron truncadas en un segundo. La depresión le duró meses en los que jamás oímos su voz. ¿Cómo iba a sentirse cuando viera que su hijo era un enorme insecto? Sé que con el tiempo aceptó mi condición sexual, sé que nunca dejó de quererme, pero ¿y ahora?, aceptaría esta terrible mutación.
Mientras abandonaba el que fue mi hogar, cientos de recuerdos enredados se solapaban en mi cabeza de alfiler sin una lógica aparente: mi hermana de adulta llorando porque no quería comerse la verdura; yo, con menos de diez años, trajeado y conduciendo mi antiguo seat ibiza; mi padre acunándome entre sus brazos, siendo mi cuerpo más grande que el suyo; mi madre peinando a mi hermana ante la atónita mirada de su marido; mi puño infantil golpeando el rostro de mi padre. Esa imagen persistió durante algún minuto: la cara desencajada de un viejo derrotado por la vida.
Sobrevolar la ciudad siendo dueño del trayecto era una experiencia maravillosa. Me olvidé de mi metamorfosis y disfruté de la vista, de la nueva perspectiva que me ofrecía la ciudad. Siempre había sufrido de pánico a volar en avión, en cambio, ahora, el dulce aleteo me proporcionaba un bienestar hasta entonces desconocido.
A medida que me aproximaba a mi piso, comencé a ver a gente conocida. Observé como uno de ellos me apuntaba con su dedo índice, incluso me pareció escuchar que gritaba mi nombre. No me podía creer que alguien adivinara que el bicho gigante con alas de pinturas abstractas fuera yo. Entendí, no sin cierta sorpresa, que mi madre sintiera algún movimiento en sus entrañas y reconociera a su hijo pródigo, pero que me identificara un vecino con el que únicamente intercambiaba algún saludo cortés
me dejó perplejo.
Entré, tras varios intentos, por la ventana de mi habitación y me posé sobre la cama. En el espejo me contemplé con horror. Si entornaba los ojos y desenfocaba la imagen de aquel vidrio mentiroso, podía ver una bella mariposa. Cuando los abría totalmente y observaba detenidamente mi cuerpo, veía lo que era en realidad: un descomunal insecto que aleteaba sin gracia unas hermosas alas.
Quizás toda mi vida había sido un insecto camuflado tras superfluos adornos. Quizás, por eso me reconoció el vecino, y mi madre, y cualquiera que me viera, porque realmente no había cambiado, seguía siendo un espantoso ser que intentaba deslumbrar con bellos afeites.
Intenté arrancarme las alas golpeándome contra la pared. El dolor era terrible, pero quería quedar desnudo y mostrarme cómo era en realidad. Pequeños trozos azules volaban por la habitación y se esparcían sobre el suelo formando una pequeña alfombra deslumbrante. Mi cuerpo quedó despojado de sus alas. Un cuerpo anoréxico apenas sostenido por fínisimas patas. Lloré, no sé si derramé lágrimas, pero sentí el crujir de mi corazón y el desgarro de mis entrañas. Me ví morir en el espejo, lentamente, sucumbiendo al terrible sueño que me venció.