viernes, 8 de junio de 2018

DERROTADO




Habían pasado dos años desde que Esther salió de nuestro apartamento sin intención de volver. Fueron tantos años juntos, que no recuerdo si el alcohol llegó cuando ella se fue, o se fue cuando llegó el alcohol. Estaba tan borracho que resulta imposible acordarme.

El poso de su ausencia era muy denso y la soledad nunca fue una buena compañía. Cerveza, vino, ginebra, whisky y yo: una pandilla inseparable. Mi vida se había convertido en una resaca permanente. Ya no recurría a calmantes ni a ansiolíticos, el alcohol era mi medicina. Un círculo que había cambiado los trescientos sesenta grados por cuarenta, justo los que necesitaba para sobrevivir a mi profunda melancolía.

La noticia de su boda me llegó por Whatsapp, escueta, mientras jugaba una partida de billar en un tugurio del barrio. Intuí su desprecio silencioso.

miércoles, 31 de enero de 2018

ALAS DE MARIPOSA







Me dormí leyendo a Kafka y desperté convertido en mariposa. No tuve estado de crisálida, a pesar de que algunos amigos me consideraban un capullo. De la noche a la mañana mi cuerpo sufrió un cambio espantoso. Me asusté pensando que mi vida se tornaría una pesadilla similar a la de Gregorio, marginado y despreciado por los que supuestamente me quieren.
Mi cuerpo tenía aproximadamente el mismo tamaño que antes de sufrir tan espantosa mutación, aunque ahora era oscuro y repugnante. Una especie de trompa enrollada ejercía las funciones de boca y unas prominentes antenas, aún torpes, se enredaban entre sí. De mi espalda surgían unas bellas y enormes alas azules con varios círculos rojos contorneados en negro, como si hubieran estampado un lienzo de Miró sobre ellas. A pesar de la belleza aparente, no dejaba de ser un horrible insecto.
Intenté incorporarme e, instintivamente, agité las alas sin una orden previa de mi cerebro. Mi cuerpo se alzó tres palmos de la cama y me dirigí hacia la ventana. Lo que supuse era mi lengua se desplegó sobre una de las flores que lucían en el alféizar. Libé su preciado néctar pero apenas llenó el vacío de mi estómago. Alguna vez había sentido mariposas en el estómago, ahora sentía el estómago de una mariposa.
Una vez aprendí a controlar el movimiento de las alas y con más dificultades de las que pude imaginar, conseguí asomar todo mi cuerpo al exterior y lanzarme a la calle.
Era temprano y no había gente. Con movimientos indecisos y volando en zig-zag, aterricé con cierta brusquedad sobre el jardín del edificio vecino. Me posé sobre las hermosas flores que aún estaban húmedas por el rocío matutino, destrozando con mi peso la mayoría de ellas. Era una enorme mancha azul agitándose sobre el verde césped de mis vecinos.
Oí el ladrido de un perro que asomaba el hocico entre las rejas de un balcón y levanté el vuelo en busca de algo que saciara mi hambre lejos de aquel can delator. Pensé en acudir a casa de mis padres ¡Ellos si que sabían prepararme un buen desayuno! No reflexioné en que mi apariencia les asustaría y que tras tantos meses sin relación aquella visita sería, cuando menos ,incómoda. Dirigí mi torpe vuelo hacia su casa. Las puertas del balcón estaban abiertas y tras algún golpe con el cristal pude entrar al comedor. El olor a café recién hecho y tostadas provocaron el gruñido de mis tripas. Mi madre salió de la cocina alertada por el ruido y me sonrió. Se lanzó con los brazos abiertos y me plantó un sonoro beso junto a mi antena derecha. No vaciló, supo que era yo y no hizo mención alguna a mi terrible aspecto, ni tan siquiera al olvido en el que los había enterrado. Las madres deben tener un sexto sentido para reconocer a sus hijos ya que era harto difícil adivinar que aquel inmenso lepidóptero era su hijo, y más tras tanto tiempo sin saber de mí.
Me sirvió una taza de café y dejó un plato con tostadas untadas con aceite. Ella hablaba atropelladamente, sin esperar respuesta. Me hubiera gustado poder contestarle, poder excusar mi inexcusable comportamiento, pedir perdón por este tiempo en que mi orgullo ahogó cualquier atisbo de arrepentimiento, pero cada vez que quería hablar lo único que conseguía era un aleteo nervioso, una mala conexión de mis neuronas, pensé.
No pude probar ni el café ni el pan y mi madre entendió que mi dieta había cambiado. Trajo todas las macetas que pudo y las puso sobre la mesa. Me dio cierto pudor desenrollar mi trompa sobre aquellas flores de las que se sentía tan orgullosa, aunque el hambre no dejaba otra opción. Absorbí todo el néctar que pude y me marché dejando a mi madre con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos, intentando acariciar a su volátil hijo.
Jamás cerró los brazos, ni incluso tras el golpe que propiné a mi padre en una discusión absurda. Siempre me había sentido superior a ellos, aún recuerdo aquel día estúpido en que mi vanidad y estupidez pudieron más que el amor que debería haber sentido hacia ellos. Ella aparcó el dolor y me llamó cientos de veces. Mi padre, aunque lo deseaba con toda su alma, nunca más me dirigió la palabra.
Me alegró que no estuviera por no volverlo a decepcionar. Con él siempre intentaba ofrecer mi mejor versión para colmar las grandes expectativas que había depositado en mí.  Recuerdo cuando se desplomó sobre el sofá con los ojos cerrados y la boca abierta,como gritando una a eterna, pero sin decir ni una palabra. Simplemente le había comunicado que mi nueva pareja era un abogado criminalista. ¿Una abogado? preguntó él, creyendo que había escuchado mal mi afirmación. Un abogado,me reafirmé: un chico que conocí en la universidad. Sus ilusiones se vieron truncadas en un segundo. La depresión le duró meses en los que jamás oímos su voz. ¿Cómo iba a sentirse cuando viera que su hijo era un enorme insecto? Sé que con el tiempo aceptó mi condición sexual, sé que nunca dejó de quererme, pero ¿y ahora?, aceptaría esta terrible mutación.
Mientras abandonaba el que fue mi hogar, cientos de recuerdos enredados se solapaban en mi cabeza de alfiler sin una lógica aparente: mi hermana de adulta llorando porque no quería comerse la verdura; yo, con menos de diez años, trajeado y conduciendo mi antiguo seat ibiza; mi padre acunándome entre sus brazos, siendo mi cuerpo más grande que el suyo; mi madre peinando a mi hermana ante la atónita mirada de su marido; mi puño infantil  golpeando el rostro de mi padre. Esa imagen persistió durante algún minuto: la cara desencajada de un viejo derrotado por la vida.
Sobrevolar la ciudad siendo dueño del trayecto era una experiencia maravillosa. Me olvidé de mi metamorfosis y disfruté de la vista, de la nueva perspectiva que me ofrecía la ciudad. Siempre había sufrido de pánico a volar en avión, en cambio, ahora, el dulce aleteo me proporcionaba un bienestar hasta entonces desconocido.
A medida que me aproximaba a mi piso, comencé a ver a gente conocida. Observé como uno de ellos me apuntaba con su dedo índice, incluso me pareció escuchar que gritaba mi nombre. No me podía creer que alguien adivinara que el bicho gigante con alas de pinturas abstractas fuera yo. Entendí, no sin cierta sorpresa, que mi madre sintiera algún movimiento en sus entrañas y reconociera a su hijo pródigo, pero que me identificara un vecino con el que únicamente intercambiaba algún saludo cortés
me dejó perplejo.
Entré, tras varios intentos, por la ventana de mi habitación y me posé sobre la cama. En el espejo me contemplé con horror. Si entornaba los ojos y desenfocaba la imagen de aquel vidrio mentiroso, podía ver una bella mariposa. Cuando los abría totalmente y observaba detenidamente mi cuerpo, veía lo que era en realidad: un descomunal insecto que aleteaba sin gracia unas hermosas alas.
Quizás toda mi vida había sido un insecto camuflado tras superfluos adornos. Quizás, por eso me reconoció el vecino, y mi madre, y cualquiera que me viera, porque realmente no había cambiado, seguía siendo un espantoso ser que intentaba deslumbrar con bellos afeites.
Intenté arrancarme las alas golpeándome contra la pared. El dolor era terrible, pero quería quedar desnudo y mostrarme cómo era en realidad. Pequeños trozos azules volaban por la habitación y se esparcían sobre el suelo formando una pequeña alfombra deslumbrante. Mi cuerpo quedó despojado de sus alas. Un cuerpo anoréxico apenas sostenido por fínisimas patas. Lloré, no sé si derramé lágrimas, pero sentí el crujir de mi corazón y el desgarro de mis entrañas. Me ví morir en el espejo, lentamente, sucumbiendo al terrible sueño que me venció.

martes, 26 de diciembre de 2017

SOLEDAD





Arranqué la hoja de noviembre, sin duda la que más placeres me había proporcionado durante este año: la fotografía de un bombero con el torso desnudo , ataviado con un casco de gladiador y una campestra. Me excitaba esa fotografía, su mirada lasciva que traspasaba el papel y provocaba que mi cuerpo alcanzara décimas de fiebre.

Me dejé caer en la cama esperando que el sueño no tardara en llegar. Intermitencias en rojo y verde se colaban en la habitación, luces de algún bar insomne, como yo. En el suelo reposaba mi bombero pirómano que no dejaba de invitarme al onanismo. Me revolví entre las sábanas buscando el placer de las caricias. Cerré los ojos en las últimas contracciones y alcancé de nuevo la recompensa de la felicidad, breve pero intensa. Las manchas de humedad del techo me devolvieron a la realidad y mi figura, convertida en sombra proyectada a intervalos sobre la pared , me recordó que la soledad es mi única compañía.

Me vestí con ropa ligera y un abrigo, regalo de un exnovio. El pelo alborotado , los labios en carmesí y un cigarro a medio consumir. Sabía que la imagen de mujerzuela atraería alguno de los parroquianos del bar.

No había probado aún el gin tonic cuando un hombre trajeado se acercó. No hacen falta demasiadas palabras para convencer al convencido y las suyas, aunque carentes de gracia e ingenio, fueron suficientes para invitarle a terminar la noche en mi piso. Ni siquiera era guapo.

Mientras subíamos por la escalera y ajena a las palabras de aquel hombre, pensaba si lo que buscaba era alguien con quien compartir mi desbocada libido o tan sólo otra sombra en la pared.

Fue rápido, demasiado. Se desplomó a mi lado resoplando y encendió un cigarro con cara de felicidad. Dejó cien euros sobre la mesilla y se asomó a la ventana. El frío y la humillación me dejaron paralizada en la cama. Un guiño y un beso lanzado al aire fue su despedida .

Noviembre permanecía en el suelo y diciembre auguraba que la soledad no era mala compañía.

viernes, 13 de octubre de 2017

DIÁLOGO









El telediario actúa como un somnífero después de la comida y el aburrimiento cierra suavemente mis párpados.

Antes de que la baba empiece a deslizarse sin control, queda flotando en el aire una palabra susurrada por algún político: democracia. El sueño, a pesar de ser profundo y largo, no ha sido nada reparador. El sonido de los helicópteros, como un zumbido difuso pero insistente y el alto brazo del sofá han impedido un buen descanso. 


No he puesto el despertador confiado en  que sería una mini-siesta. Gracias a la cacerolada, coincidente con el discurso del Borbón, he salido de mi letargo quizás demasiado alterado.


Por suerte, la tienda de Ahmed está abierta y  he podido comprar un par de botellas de vino. Aunque siempre dicen que no hace falta que lleve nada, me horroriza presentarme con las manos vacías a una invitación. Carles y Ana probablemente habrán invertido la tarde en preparar la cena mientras yo dormía.

Me hubiera gustado comprar algún vino del Penedés, pero la oferta de mi paki favorito es limitada, rioja  y algún ribera del Duero  – precio razonable y buen cuerpo– repite siempre Ahmed. Me hace gracia lo del cuerpo – ¡Tú si que tienes buen cuerpo!— bromeo.  No sé si me entiende del todo, pero ríe amable. Le dice algo en urdu a su compañero, un hombre tímido que apenas chapurrea el castellano, y ríen los dos. 

Unos jóvenes, ataviados con esteladas a modo de capa, supermanes de la hipotética nueva república, se pasan un enorme porro que quizás les aligera el viaje a Itaca. Me gustaría tener la misma ilusión, pero mi futuro aún se conjuga en gris. Mi patria hace tiempo que consiste en setenta metros cuadrados que ahora están repletos de desilusión. 

Carles y Ana no viven lejos y he decidido ir andando. Hay bastante gente por la calle. Muchos regresan de las manifestaciones con el uniforme oficial.  Un coche de los mossos vigila que no se perturbe el orden. Hoy los mossos son héroes, a veces, la memoria es frágil. 

–¿Qué em pot dir l’hora? — me pregunta un chaval sin dejar de besar a su novia.

–Tres quarts de deu.

Hace un cuarto de hora que ya tendría que haber llegado. Llamo a Carles, pero se pone Ana.

– ¿Qué te ha pasado esta vez?

– Perdona, me he quedado dormido. En quince minutos estoy allí.

Un indigente duerme en un cajero, ajeno a las banderas y pancartas  que desfilan junto a él.  Probablemente no necesita reclamar una identidad que extravió en el fondo de un tetrabrik de vino barato. Quizás yo estoy más cerca de ese vagabundo borracho que de muchos de los coloridos transeúntes.

Me gusta mi ciudad aunque hoy siento caminar por una trinchera imaginaria y  profunda que me permite esquivar las palabras hirientes de patriotas envueltos en banderas con los mismos colores.  Intento encontrar la identidad que jamás tuve más allá de la que indica arbitrariamente mi DNI.

Me abre la puerta Carles con una acogedora sonrisa.

—Ja era hora, nen!

—Ho sento. Un malson massa llarg.

Ana está con Toni y Núria discutiendo y analizando el mensaje borbónico, ignorando sin querer mi llegada. Cuatro besos y un abrazo y ya estoy inmerso en una conversación de la que trato de huir por una tangente que ni se aproxima a la discusión circular que mantienen con  cierto acaloramiento.

Salgo con Carles al balcón a fumar un cigarro. La noche parece más negra que nunca, no hay luna ni estrellas. Nuestro silencio permite que el zureo de una paloma insomne se convierta en un molesto acompañante y nuestra prudencia ,en un interminable diálogo de miradas. 

Ana nos llama para que nos sentemos a la mesa. Mi rioja paquistaní luce en el centro de una mesa circular. La falta de esquinas nos une más que la nula conversación, zanjada sin vencedores antes de la cena. Oigo las tripas de Toni agradeciendo la comida y la masticación pausada de Ana. Esquivamos un brindis que nos pondría en desacuerdo.

Estoy cansado y decido regresar a casa tras el segundo gin tonic. No hay nadie por las calles. Las esteladas cuelgan de los balcones junto a alguna ocasional bandera de España, trapos que malbaratan el paisaje. 

Regreso por la trinchera imaginaria disfrutando del fresco de la noche. La áspera voz de una gaviota es el único sonido en una noche demasiado silenciosa. Quizás las aves tengan más ganas de diálogo que nosotros.

sábado, 3 de junio de 2017

LA LEY





Las ráfagas de metralla hacen añicos el cristal del restaurante y el estruendo apaga las últimas notas encasquilladas en el piano situado junto al escaparate. El pianista apoya su cabeza ensangrentada sobre las teclas, que en un lamento agónico aún suspiran un fa sostenido.

El hombre de traje oscuro que preside la mesa central toma conciencia de su instante final cuando ya está muerto. Siete preciosos agujeros adornan su impecable traje y un hilo de sangre brota entre sus labios, la herencia de un último suspiro. Rodeado de falsos aduladores que hace tan solo un minuto reían a carcajadas y ahora se refugian tras la mesa aterrorizados, observando atónitos como saltan por los aires miles de fragmentos de la vajilla que estaban utilizando.

Varios comensales de otras mesas han sido alcanzados sin tiempo para actuar. Un camarero yace sobre los cristales rotos de unas copas que brindan con el suelo y vierten champagne sobre un charco de sangre.

Tres hombres al otro lado de la calle sostienen unas ametralladoras aún humeantes y contemplan la carnicería durante unos segundos, cerciorándose de que el trabajo está bien hecho. Fracasar de nuevo les hubiera supuesto un billete a la eternidad.

Suenan lejanas sirenas de policía, tarde, como siempre.

Un fotógrafo utiliza sus polvos de magnesio para crear una luz artificial que recrea el horror en una instantánea que ocupará las portadas de los diarios de mañana.

El comisario escupe al suelo y exhala el humo de la última calada. Niega con la cabeza y sale al exterior buscando aire que le reponga el mal cuerpo. Un joven policía le acompaña en silencio, los galones todavía le infunden respeto. Teme decir algo inapropiado y obtener algún exabrupto del comisario.

–Dicen que la venganza es una justicia salvaje ¿eh, chico?

El novato permanece con la boca cerrada. Reprime una arcada intentando ocultar su angustia.

-Esta maldita ciudad es un pastel demasiado apetitoso y nosotros estamos castigados sin postre
.

Curiosos, periodistas y policías rodean el restaurante. El cielo permanece ajeno a la muerte y muestra un azul luminoso en otra tarde fría.


martes, 25 de abril de 2017

YIN YANG





El arte. Lienzos con pinceladas furiosas de colores vivos. La rabia o la alegría, no sabría describir que sensaciones desprenden cada una de esas pinturas desparramadas en el suelo.  Como los poemas, casi un centenar de folios con poesías indescifrables realizadas en las noches que el sueño no aparece y las musas se acumulan en la puerta entornada de su estudio: una estancia amplia y con buena iluminación que se ha convertido en el refugio de un artista infatigable. Durante el día, la guitarra: escalas pentatónicas, de blues, dóricas, frigias. Sus dedos recorren el mástil con fluidez, intentando alcanzar la velocidad que marca el metrónomo. Aspira a construir una gran obra visual y auditiva.  Enormes lienzos sin bastidor, desvirgados con furia y acompañados de textos poéticos y música de guitarras superpuestas con un fondo rítmico pregrabado. Está convencido de que ganará el concurso al artista del año. Hemos invertido varios meses de su pensión y mi sueldo en dar forma a las ideas que, no sé si de forma ordenada, danzan en su cerebro.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Jägermeister



Relato presentado para el TORNEO de ESCRITORES 2017.  Título obligatorio, máximo 1000 palabras.

Llegué a las doce,cuando mis amigos ya iban por la tercera ronda. Pedí una cerveza y me senté junto a ellos. El plan era el mismo de cada fin de semana: alcanzar el equilibrio entre la alegría controlada y la borrachera desfasada. Era difícil, siempre había algún chupito que inclinaba la balanza hacia el descontrol. Las cervezas solían ser una medida de tiempo equivalente a treinta minutos. Tras dos horas de debate sobre el anarquismo de Durruti, la literatura de Burroughs o el cine de David Lynch, nuestra conversación se desviaba hacia las piernas de la morena que se sentaba a nuestro lado, el culo de la rubia de la barra o los labios de la camarera. El alcohol nos hacía emerger de nuestras supuestas profundidades y respirar la realidad inalcanzable que nos rodeaba.