Todo es luz. El cielo y las llanuras polvorientas son pinturas amarillas sobre un lienzo sucio. Una gasolinera, un restaurante y un hostal se agrupan formando un reducto de vida en un paraje atormentado.
Una joven pareja de recién casados detienen su descapotable en la gasolinera para repostar y hacer un pequeño receso en su trayecto, un camino idílico hacia una luna de miel lejana de donde se encuentran. El novio, engominado y con gafas de sol, aún conserva la camisa blanca de la boda, arrugada y con manchas de sudor y polvo. Ella, despojada del vestido blanco, viste unos vaqueros ajustados y una camiseta sin mangas. Sus respectivos anillos lanzan destellos dorados de un amor recién estrenado. Jóvenes ilusionados con futuros relucientes, como su compromiso incrustado en el dedo anular. El gasolinero, ataviado con un mono de trabajo grasiento y descolorido y con la piel envejecida por el sol, les obsequia con una sonrisa sincera y casi desdentada , únicamente un diente de oro asoma amable. Mientras acaba su tarea, les invita a que se refresquen en el restaurante.
Bajo el porche del hostal, un anciano balancea sus sueños en la vieja mecedora y contempla el discurrir de la vida disfrazada de turista extraviado. Su torso desnudo muestra sin orgullo la medalla de un Cristo al que ya no reza . Un ligero movimiento de su cabeza a modo de saludo y unas sílabas ininteligibles son su bienvenida.
En el bar, Noemí, una oronda caribeña con trasero sabrosón, tararea un bolero de cuatro compases mientras voltea un collar de perlas tan falsas como el Sorolla que cuelga olvidado en la pared del fondo. Les recibe efusiva, sirviendo un par de cervezas en copas dudosamente lavadas y una tapa de ensaladilla adornada con una mosca herida y unas amigas revoloteando. La vida parece haberse detenido en aquel lugar. Demasiada luz para vidas con tanta oscuridad.
Los novios apuran las cervezas y charlan animados sobre el viaje, obviando la depresión que causa el luminoso lugar. Noemí se inmiscuye en la charla preguntando descarada por el destino de su viaje mientras el gasolinero entra en el bar con malas noticias sobre el automóvil: no arranca. Es domingo y los talleres están cerrados.
Con desagrado, pero intentando no empañar sus ilusiones, acogen con resignación el ofrecimiento de pasar allí la noche. La madre de Noemí es la que regenta el hostal, una señora vieja y fea, no como despectivo, como único calificativo. Unos pendientes de plata alargan sus orejas, como su vida, estirada sin sentido. Les tiende la llave de la habitación sin apenas apartar la vista de un pequeño televisor, la única ventana a otra realidad.
La habitación: paredes verdes y desconchadas, una colcha marrón que oculta sábanas de blanco dudoso, un desvencijado armario, una silla y una mesita a un lado de la cama donde guardarán los anillos de compromiso.Fuera, el atardecer. La magia de la vida concentrada en un punto luminoso, el sol. Inmenso, dueño de esas horas enrojecidas, cambia el humor de los novios que extasiados ante la belleza del momento se funden en un beso fotografiado por el viejo del hostal.
Noemí sirve la cena con esmero y cariño, ayudada por unos puñados de estrellas que agujerean el cielo e iluminan, junto a unas velas a medio consumir, la noche silenciosa. Tras la velada en la terraza, los novios deciden retirarse a la habitación y contemplar desde su ventana el maravilloso paisaje azulado mientras hacen el amor.
Las luces de OSTAL, la hache está fundida en un capricho ortográfico o eléctrico, parpadean iluminando la habitación y las sombras de los novios se tiñen de rojo al compás de las intermitencias de los neones. No es la noche de bodas soñada, el lujo del hotel reservado sustituido por la decadencia de un hostal polvoriento. El amor cierra los ojos al entorno y se hace presente en la modesta habitación. El sudor de sus cuerpos se funde e impregna las sábanas acartonadas. Su pasión rompe el silencio de la noche y los espectros de serpientes y lagartos escuchan sonidos desconocidos en el reino de la monotonía.
Noemí y su madre apuran unos licores y brindan al viento por su mala suerte. El gasolinero duerme junto al anciano bajo el porche soñando con amores remotos. Un suave viento zarandea sigiloso una veleta temblorosa que indica el sur.
Amanece y el sol vuelve a ser el protagonista ofreciendo postales dignas de ser fotografiadas. El gasolinero hace rato que ha desayunado y el anciano continúa bajo el porche resguardado de la luz y el polvo. La cafetera emite un estridente ruido mientras dos camioneros esperan ser atendidos. Los novios observan la salida del sol desnudos en la cama, mimetizándose con el árido paraje o con la vida de las cuatro personas que habitan en aquel lugar. Desnudos, como tantas veces la vida nos deja frente al destino.
Una grúa les remolcará hasta el taller. Recogen sus maletas y se despiden de aquella acogedora y extraña gente con la que han compartido su primera noche de casados. En silencio, con la mirada y los pensamientos vagando por la desolada planicie, contemplan unas nubes que empiezan a ensombrecer el día. Los anillos permanecen olvidados en el cajón de una mesita demasiado frágil, como el paisaje que les rodea, o como el compromiso de ese amor jurado hace tan sólo un día.