En los nostálgicos noventa,
Steven Spielberg hizo equipo con el estudio de animación de los Warner Brothers
dando como resultado dos series que se emitieron en medio mundo: Tiny Toon Adventures una vuelta
de tuerca a los cánones de la animación warneriana
establecidos en la Termite Terrace; y Animaniacs, un avance en los
márgenes de la animación disparatada que pronto llegaría a su punto álgido por
medio de figuras fundamentales en el cartoon estadounidense como John Krickfalusi o Stephen Hillenburg. Esta segunda serie seguía las andanzas de los
hermanos Warner (Yakko, Wakko y Dot), creados en plena producción de las Looney
Tunes y Merrie Melodies, en un distópico 1930, pero guardados en un
cajón por ser demasiado alocados. Quizás Leon Schlesinger tuviera miedo de no
poder controlarles.
En 1993 estos chiflados salían de
su prisión, pero no lo hacían solos. La serie además servía de contenedor de
las aventuras de otros seres animados. Aunque todos ellos tendrían interés para la audiencia, ninguno
recalaría en el córtex colectivo con tanta fuerza como la dupla formada por los
ratones de laboratorio Pinky y Cerebro. Entre los olvidados estaban The Goodfeathers, un grupo de palomas italo-americanas que vivían en una estatua de
Martin Scorsese situada en Nueva York.
En 2009, la capital administrativa
de los USA tendría también su representación dentro del nicho de la animación emplumada.
Pigeon:
Impossible, de Lucas Martell nos acercaba a diez minutos de la vida de
un espía llamado Walter Beckett, quien provocaba por accidente que un misil
nuclear escondido en el monumento a Washington se dirigiese directamente a
Rusia. Todo por culpa de una paloma con hambre de donut y un maletín provisto
de la más puntera tecnología.
El trepidante cortometraje debió
de encandilar a la directiva del estudio Blue Sky (por entonces, filial animada
de la 20th Century Fox), quienes estrenaban ese año la tercera entrega de su
saga más exitosa: Ice Age: El origen de los dinosaurios, y estaban en proceso de
desarrollo de otro interesante film animado protagonizado por aves: Rio.
Así que compraron los derechos de la historia a Martell y empezaron lentamente
a cocinar un film que no vería la luz hasta 10 años después.
Poco queda del cortometraje
original en la última película de Blue Sky, más allá del nombre del
protagonista, la situación de la base central de los espías en Washington D.C.
y la presencia de palomas. En el largometraje, la historia se centra en dos
personajes: Lance Sterling (Will Smith), la gran estrella del grupo de espías,
y Walter Beckett (Tom Holland), un profesional en prácticas del departamento de
ingeniería. Ambos tendrán que apartar sus diferencias para
derrotar a un terrible villano de maquiavélicos planes. Es decir, estamos ante la
que podría ser la enésima película de la saga Bond, incluso los títulos de
crédito iniciales son un claro homenaje a los que hicieron grande a Saul Bass, con
el aliciente de que la que la animación le ayuda a ser un poco más fantástica
en ciertos aspectos, sin ser excesivamente surrealista.
Es interesante como los
directores noveles, Nick Bruno y Troy Quane, han sabido concatenar las acciones
de la trama con absoluta gracia, ayudados por la ídem de una animación por
ordenador perfectamente pulida y diálogos salpicados por chispas de genial comicidad –sirva de ejemplo el momento en el que el agente Sterling llama Roomba a un dron asesino–.
Asimismo, se permiten el lujo de introducir con atino secuencias de animación
de personajes gomosos y flácidos, sin esqueleto, al más puro estilo Simon
Christoph Krenn. La valentía es digna de aplauso.
Que nadie espere, empero, encontrar
un final sorprendente. Eso sí, este film, el primero de Blue Sky bajo el enorme
paraguas del ratón de bermudas rojas (el estudio de animación iba dentro del
pack en la compra de Disney a Fox) cuenta con un desenlace tan correcto que
permite que soñemos con una secuela.