Un lugar de cuento. De cuento apacible, sin ogros ni brujas ni manzanas envenenadas. Un lugar en el que sentarte en cualquier rincón solo por ver pasar el día. Y no a las gentes, pues serán pocas las que transiten las veredas empinadas que recorren Tamargada. Si acaso unos cuantos turistas que ya querrán volver siempre a caminar por la isla, o un par de paisanos que hacen lo propio, todos extasiados con el sendero, las pequeñas terrazas, las palmeras nuevas y viejas, las sabinas en las lomas cercanas. Con suerte nos podemos tropezar a un vecino que aún vive en la pedanía, en una casa pimpante y cuidada, dándole envidia a las que están medio o por completo abandonadas, alegrando el caserío con gatos, perros y gallinas sueltas. Con sábanas al sol, geranios de todos los colores y un banquito a la entrada.
Tamargada tiene nombre de mujer, sonoro, fuerte, que provoca gritarlo desde cualquier degollada isleña, así estuvieres lejos, solo por oírnos pronunciar un nombre evocador: “¡Tamargadaaa, Tamargadaaa!” No aparecerá el caserío, no, ni tampoco te contestará, ensimismado en el transcurso del tiempo. Además, es posible que únicamente responda si sabes silbar, ese lenguaje gomero que es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad y que por fortuna ha vuelto a desarrollarse con fuerza desde hace unos años, evitando que tan interesante singularidad se pierda sin remedio.
Al borde de una vereda, arrimado
a un vano gastado, el paseante contempla cómo serpentea el camino, dando
entrada a una vivienda aquí y a otra más arriba, con cacharros como macetas,
una jaula oxidada a la sombra de un alpende, una piedra de lavar nostálgica de
las manos que, animosas, restregaron ropa sobre ella. Las casitas de tejas
árabes miran al mar y al Barranco de Los Zarzales, sus huecos cerrados ya no
tienen quién se alongue a saludar o a sacudir un mantel.
O quizás esté yo algo equivocada
y nos sonría una niña rubia desde un ventanillo. Rubia casi como una nórdica,
no en vano circula por la isla la historia de un barco europeo (holandés,
noruego, francés… no se sabe con exactitud) que tiempo ha llegó a las costas de
esta zona de La Gomera, dejando semillas en las laderas de los barrancos, para
mezclar lenguas, sangre, colores, costumbres. Historias parecidas que también
se cuentan en Taganana (Tenerife) o en
Franceses (La Palma) y que a los isleños nos han ido conformando a
través de los siglos.
La pendiente en que se sucede el
pintoresco caserío no impone, más bien produce ternura y deseos de subirla y
bajarla una y otra vez, con la ilusión de que un fisco de lo que nos rodea se
impregne en nuestra sangre, quizás la agilidad para escalar un tronco o una
forma sencilla de comunicarnos mediante el silbo.
Mientras deseamos unas y otras
cosas, las palmeras, ajenas a nada que no sea el viento, las nubes o los
pajarillos que dormitan entre sus vericuetos oscuros, mecen sus grandes hojas y
cantan sutilmente: “¡Tamargadaaa, Tamargadaaa, Tamargadaaa!”, como un mantra
ancestral.