Uno, cero, dos…uno, cero, dos…uno, cero, dos…
Una persona, dos personas, cero personas.
Tres cifras, tres.
Dos ancianos tragados por el
cero, por la nada, por el vacío, por la desidia de las instituciones, de la
justicia incomprensible, de la máquina inhumana hecha por los humanos.
Dos personas mayores de
quienes aprender, y a los que habría que ayudar y proteger, se los come el
agujero negro de un sistema cruel, abusivo, nefasto. Y hasta con regodeo, con
lucimiento de sus fuerzas paramilitares, en un grotesco desfile mañanero.
En este país de vómito, los
ladrones son ahora gentes de bien, que pasean sus sonrisas bajo un sol
radiante, un sol que nunca alumbrará lo suficiente para descubrir sus infamias.
No se mueven entre el uno, el cero y el dos, no. Se desplazan por numeraciones
más allá del millón y sus ceros no representan, precisamente, el vacío, el
vacío de quedarse en la calle, a merced de la vida inclemente.
Y aunque de veras seamos gente
honrada, si te mueves por debajo de la unidad de millar, estás en la cuerda
floja, ahí donde el cero podría engullirte, desapareciendo tu vivienda, tu
trabajo, tus ilusiones, tus derechos.
Ese cero que se ha tragado la
dignidad de una pareja octogenaria, sin reparos, de un plumazo o de varios, con
un ariete en la puerta y una orden judicial en la acera.
Los propietarios del 102 en la
calle Ismael Domínguez de Tacoronte, han perdido su casa de manera ignominiosa y
execrable. Ni las matemáticas más audaces podrían explicar cómo el cero ha
hecho desaparecer también a una Justicia que tenía que defender a Berta y a Antonio.
Un asco.
Cero derechos.
Dos seres humanos. Dos.