¡Ven, acércate!, dijo una de ellas, jugaremos entre el alba y el ocaso, allí donde las sombras quiebran la tarde.
Tras los setos y la fronda, marcharon las muchachas, con trajes ligeros y pasos de verano.
Discutían la luna y el sol por ver cuál de ambos florecía en la piel de las adolescentes, tibia y rosa como duraznos de junio.
Nada se oía, sólo el susurro de la pluma cruzando el aire, el crujido de las ropas al compás del movimiento y los golpes leves en las raquetas.
Disfrutaban, casi hipnotizadas por la cadencia sorprendente del vuelo. No sabían que, lejos, más allá del jardín y de la mansión de ladrillos, más allá del río y de las colinas, aún mucho más allá del mar y del continente, ya existía ese juego hacía siglos, en otro paisaje, con otras reglas tal vez, pero bajo el mismo cielo. No sabían tampoco que la dicha que la tarde les ofrecía, volaría veloz al caer la noche y que no habría más setos que las protegieran del galope del futuro, que se aproximaba tras las montañas. Cerca, muy cerca, desvelando reglas desconocidas.
Aún así, seguían jugando.
El juego del badminton, 1973
David Inshaw
Tate Gallery