Cuando llegué a casa de Alberto, me dijo que le acompañara, porque
la vecina palmó y, tenía que ver si se había cerrado el gas y el agua.
La casa olía a soledad, a rancio de persona mayor, y en la
silla donde se sentaba, a muerto, pues en esa, la encontró la muerte. Alberto
me dijo que estaba sola, nadie de familia, pues igual que tú, dije, que aunque
tengas a tu hija, te amenazó con irse si no le dabas dinero, y por eso la
mandaste a tomar por culo. Mira si quieres algo, porque el nuevo dueño vendrá y
tirará todo, pintará la casa, pondrá muebles nuevos y la alquilará. Alberto
abrió los cajones y miramos en ellos. Voy a llevarme esta caja con estos
libros, las imágenes de las vírgenes y la piedra, le dije.
Pues invítate a una caña, añadí, porque estoy tieso; eso
está hecho, dijo Alberto, y le lié un cigarrillo para él y otro para mí.
La piedra la puse encima de la valla del jardín y me olvidé
de ella; las vírgenes por toda la casa.
Fue al hacer el huerto, cuando volví a ver la piedra, por un
lado cuarzo rojo, por el otro, pegado a él, una especie de grabado en piedra, parecido
a celdillas. Me fumé un canuto y con los humos, descubrí de donde salía la
piedra.
En el monasterio de Fuentes, abandonado tiempos ha, pegado a
la pared más alta del Pirineo aragonés, habitaban cinco monjes.
Ahora eremitas, que,
cortándose las lenguas para jamás volver a hablar, llegaron allá para expiar
sus culpas, penas dolorosas por matar al pueblo de Ics, ordenado por sus superiores.
Dedicaban sus vidas a orar, cultivaban la tierra cercana al río Escrito, y
aliviaban las penas de los aldeanos, que llegaban en ocasiones, para que salvaran la vida de algún niño, presa de
fuertes fiebres, atender algún brazo o pierna rotos, y en general atender a los
necesitados.
Nadie sabía sus nombres, y poco a poco se fue creando una
aldea junto al monasterio. Cosa que se supo de inmediato en el castillo del
marqués, pues dejaba de ingresar sus diezmos, y sus campos dejaron de ararse.
Así que envió a sus treinta mejores hombres, para traer a todos los que allí
vivían. Los que no quieran venir les arrancáis las orejas, ordenó.
Poco antes de que llegaran, los aldeanos lo supieron y les
dijeron a los monjes: como siempre, el poder debe mandar y el pobre obedecer, y
si no tienes na, buena sea la muerte. Se
reunieron los cien aldeanos dentro del monasterio y con la ayuda de los monjes…Sobre
los arboles unas redes, sobre la senda, unas fosas. Los guerreros del marqués,
confiaban en que sería sencillo, más cayeron en las trampas y despojados de sus
armas y caballos, los encadenaron en el monasterio.
Lo que ocurrió después ya se sabe, el marqués llamó al duque,
coleguilla de pernadas, y juntando un
ejército, arrasaron el monasterio, y tras enormes pérdidas de hombres, mataron
a los monjes, les cortaron las orejas a los hombres, y a las mujeres las
violaron y, una de ellas, presa de dolor, arrancó la piedra que aquí veis, y de
padres a hijos, llegó a las manos de la vecina, que murió junto a la casa de
Alberto y, la piedra, no tiene poderes, ni falta que hace, porque es bonita y
me gusta mirarla. Y como todo, fin.