Tú, Señor, hablaste con Moisés directamente, como un amigo habla con el amigo, no como anteriórmente lo hiciste con los profetas, a través de sueños o visiones. Sé que conmigo no vas a hablar así porque la misión encomendada a Moisés necesitaba esa conversación directa contigo, Padre Eterno y porque tus palabras transformarían su vida en una entrega total a sus hermanos y seguimiento absoluto a tus mandatos. Pero esta noche, Señor, no vengo a pedirte palabras, sólo a darte gracias porque la PALABRA tuya vino a nosotros por tu querer. Esa Palabra hecha carne en Jesucristo, tu Hijo, es mucho más sonora y convincente que las que dirigiste a Moisés en su día, más ardiente que el fuego de la zarza que quemó su rostro.
Gracias, oh Dios por darnos a tu Hijo, por dejarle vivir y morir entre nosotros y por nosotros.
Acabamos de verle subiendo a Jerusalén, Mateo lo cuenta en su evangelio (20,17-28).
Te vi, Jesús, subiendo, a sabiendas de lo que allí te aguardaba. Por eso me acerco a ti para preguntarte: Señor ¿Me ves capaz de ascender contigo a la Jerusalén de mi vida? ¿Hacia la Jerusalén que esta Cuaresma nos presentas a los cristianos?
No voy a pedirte recompensa alguna ni para mi ni para mis hermanos; tampoco pedimos sentarnos a tu derecha o izquierda, Únicamente me atrevo a dirigirme a ti, Padre nuestro, para suplicarte, la gracia, la fuerza y la constancia, para ellos y para mi, que necesitamos para este duro y difícil ascenso, necesario para seguir los pasos de nuestro Salvador. no nos ahorres pruebas ni sufimientos, a pesar de nuestra, de mi debilidad, pero danos la fortaleza que nos falta para llegar y permanecer en la Jerusalén de nuestras vidas, hasta que Tú quieras, hasta que Tú decidas la hora de nuestro encuentro real con Jesucristo vivo y glorioso.
Esta noche, Señor vine a darte gracias por Él, por haber permitido que viviera y muriera entre nosotros y por nosotros.