Clark Gable, pícaro y elegante, me ofreció un pitillo justo en el momento en el que Errol Flynn, más pícaro y menos elegante, comenzaba a tocar el piano con su miembro en erección. La fiesta, una noche más, iba muy bien, por calles de dirección prohibida. Encendí el Chesterfield intentando conseguir una mirada inquietante y cinematográfica que al final, también una noche más, me quedó a medias entre la bohemia y la miopía. Eché de menos un contraplano o contraluz que remarcara la pulcritud de mi indeferencia, que difuminara mi imagen tras la primera bocanada de humo y provocara en los demás la sensación de que soy un tipo marcado, alguien sin cartas guardadas a quien mejor no acercarse a pedir la hora. Que me dejaran en paz era un buen favor.
Como sucedía siempre, la cocaína y whisky comenzaban a surtir, en corrillos al principio arrinconados y luego en mitad del salón, su efecto orgiástico, el desenfreno estelar. Pero Errol, atento, sabía que el único estímulo que yo necesitaba era un buen trago de ron, al que ordenaba poner mi nombre en la botella. Aquella noche, cogiendo personalmente el teléfono con su mejor sonrisa ladeada, se había preocupado por invitar a Mariola, una chica de origen italiano con la que yo solía trabajar para que realizara el atrezo que exigían mis guiones.
Trataba habitualmente con ellos y a veces aparecían en mis sueños, pero nunca me interesaron más allá las estrellas de la pantalla, siempre empecinadas en corregir los diálogos de mis películas. Prefería a quienes trabajaban duro y ni siquiera les importaba que su nombre apareciera brevemente en los títulos de crédito. Sólo que el resultado fuera perfecto. Mariola había trabajado en mis tres películas últimas. Para mí, era la número uno. Siempre conseguía organizarlo todo para recrear los ambientes, el vestuario, los exteriores tal y como yo había concebido en mi mente. Nuestra relación era profesional. Nunca logré que sucumbiera a la seducción que yo pensaba tenían mis palabras, a la fuerza de mi nombre para abrirle la puerta de los grandes estudios, a mi corazón acelerado cuando la veía porque no encontraba el modo de acomodarse en la concavidad de sus manos.
Soy como los personajes que invento: un hombre que cuelga un pitillo de la comisura de los labios, se sube el cuello de la gabardina para que no se le hiele el alma y busca, sin que se note demasiado, llegar a un final comercial. Algo que sea levemente feliz, tampoco demasiado, nada del otro mundo, nada que no encuentre en el fondo de una botella de ron que me gusta beber en soledad.
Como sucedía siempre, la cocaína y whisky comenzaban a surtir, en corrillos al principio arrinconados y luego en mitad del salón, su efecto orgiástico, el desenfreno estelar. Pero Errol, atento, sabía que el único estímulo que yo necesitaba era un buen trago de ron, al que ordenaba poner mi nombre en la botella. Aquella noche, cogiendo personalmente el teléfono con su mejor sonrisa ladeada, se había preocupado por invitar a Mariola, una chica de origen italiano con la que yo solía trabajar para que realizara el atrezo que exigían mis guiones.
Trataba habitualmente con ellos y a veces aparecían en mis sueños, pero nunca me interesaron más allá las estrellas de la pantalla, siempre empecinadas en corregir los diálogos de mis películas. Prefería a quienes trabajaban duro y ni siquiera les importaba que su nombre apareciera brevemente en los títulos de crédito. Sólo que el resultado fuera perfecto. Mariola había trabajado en mis tres películas últimas. Para mí, era la número uno. Siempre conseguía organizarlo todo para recrear los ambientes, el vestuario, los exteriores tal y como yo había concebido en mi mente. Nuestra relación era profesional. Nunca logré que sucumbiera a la seducción que yo pensaba tenían mis palabras, a la fuerza de mi nombre para abrirle la puerta de los grandes estudios, a mi corazón acelerado cuando la veía porque no encontraba el modo de acomodarse en la concavidad de sus manos.
Soy como los personajes que invento: un hombre que cuelga un pitillo de la comisura de los labios, se sube el cuello de la gabardina para que no se le hiele el alma y busca, sin que se note demasiado, llegar a un final comercial. Algo que sea levemente feliz, tampoco demasiado, nada del otro mundo, nada que no encuentre en el fondo de una botella de ron que me gusta beber en soledad.