Hace dos semanas murió Fito, mi vecino escritor. Su muerte me hizo reflexionar, por injusta. La muerte siempre es injusta pero en el caso suyo lo fue mucho más. Su historia es un cuento sin moraleja, una broma de mal gusto, pobre Fito. No fui a su entierro, pues la nuestra había sido una amistad de pocas horas, no obstante si me preguntan, contesto que lo consideraba un amigo, me dijo tanto con su mirada en las últimas ocasiones en que nos cruzamos... Pero voy a empezar por el principio pues sino no lo van a entender.
Fito -hasta hoy no conozco sus apellidos-, era un señor con aire distinguido que rondaba la cincuentena cuando sufrió un accidente cerebrovascular. Bebía mucho, según tengo entendido. Yo lo conocí poco antes del accidente en la fiesta de cumpleaños de mi vecina y amiga Inma, en la playa de Illetas. Por entonces yo le había pasado unos poemas a mi amiga y ella, al parecer, se los había dado a leer, así que en un momento de la noche surgió el tema y me dio su opinión sobre mi obra, que le había parecido inmadura -algo en lo que yo estuve de acuerdo cien por ciento, por algo a aquellos versos los había titulado "Poemas adolescentes"-. Recuerdo que me dijo: "huye de la rima, no busques la rima", y tuve que explicarle que a mí la rima me buscaba a mí, que sin quererlo, y gracias a mi oído, las cosas me salían con un ritmo interior, cuando no directamente con rima, lo cual me causaba no pocos dolores de cabeza, pero que en el futuro trataría de evitar este tic.
El fin de semana siguiente, si mal no recuerdo, ya a Fito le había dado el Ictus. Lo recuerdo tan claramente porque me impactó pensar que justo unas horas atrás yo había estado charlando con él, y me había enterado de que vivíamos en edificios cercanos, a menos de 30 metros el uno del otro. Pasó como un mes durante el que estuvo ingresado -el suyo fue un ictus bastante severo- y un buen día me lo encontré sentado en un murito tomando el sol a las puertas de su edificio. Reconozco que me dio pena verlo así, desvalido, después de haberlo conocido en plena forma apenas un mes atrás. Lo peor no era su andar rengueante, que ya era penoso, pues para andar veinte metros bien podía tardarse 10 minutos auxiliándose con un bastón. Lo peor era la incapacidad casi absoluta que tenía para comunicarse. Triste, muy triste me quedé cuando lo ví angustiado al no poder hablarme más que con la mirada, que de súbito -noté- se le había tornado más expresiva. Entonces me pareció tan cercano... mucho más que la vez anterior.
Pero cuando verdaderamente el corazón se me encogió fue al notar que no podía organizar en palabras sus pensamientos: su mente se había vuelto caótica y por alguna extraña razón era incapaz de deletrear una palabra, mucho menos de escribirla. Al parecer sabía lo que quería expresar, pero no cómo hacerlo.
Y lo que ese día quería transmitirme era su alegría porque le iban a publicar un libro, "La madriguera del arlequín" iba a llamarse y era una novela. Tuve que deducirlo después de que me extendiera una crítica que le habían hecho, y que aún conservo. Más que crítica ahora que la he releído me doy cuenta de que se trata del comentario de un lector de editorial, un comentario bastante favorable, dicho sea de paso. Y lo felicité, y nos reímos los dos de lo difícil que estaba resultando la comunicación, para quitarle hierro al asunto, pero yo me fui a casa demolida. No poder hablar ni escribir me pareció el castigo más grande que un ser humano pueda recibir, mucho más si se trata de un escritor.
Pasaron un par de años y continué viéndolo, ya en el barrio, ya en el café "Tú y yo" que queda cerca de casa, del cual era un habitual. Siempre que nos encontrábamos yo notaba como se le iluminaba la mirada: éramos cómplices del delito de soñar. En todo el bar no había otra persona que supiera que él era escritor, un gran escritor, autor de una novela que un crítico catalogó como "una novela que no esconde las vísceras ni ahorra desencantos, impotencias y críticas... una novela a contracorriente".
En nuestros posteriores encuentros Fito había evolucionado y aunque seguía sin poder hablar, ya podía escribir en una libretita y con mucha lentitud palabras sueltas, lo que unido a una profusa gesticulación que había desarrollado, hacía perfectamente posible un diálogo con él. Una vez, en el bar, hablamos de la prensa; yo leía el Diario de Mallorca y él me lo señaló y me dijo que él también lo leía, y que prefería éste al Última Hora, que por su cara de asco noté que no le gustaba demasiado. "Tampoco a mí -le dije- es una mierda de periódico, muy sensacionalista y local", se echó a reír. Estábamos en la misma cuerda.
Otra vez le presenté a mi amigo Antonio, que aquel día estaba de resaca y por tanto tenía cara de pocos amigos. Le dije: "Antonio, este es Fito, un gran escritor y un buen amigo", mientras que a Fito le dije: "Este es Antonio, un poeta excelente al que quiero que conozcas". Lástima que Fito se tuvo que ir. Su madre, una señora octogenaria que cuidaba de él, había venido a buscarlo en su coche al bar donde continuaba poniéndose ciego de cervezas a pesar de la prohibición médica.
Mis poemas nunca superaron su censura, debía tener razón, yo misma aún no los apruebo. Recuerdo que cuando compilé el volumen al que puse por título "Oscuras conclusiones", le dejé una copia para que les echara un vistazo. Cuando me los devolvió su expresión no era del todo aprobatoria, y con la mano hizo un gesto como de decir "más o menos". Me señaló una estrofa que no le había gustado y entendí que la había encontrado muy obvia, le faltaba poesía a mi poesía, eso lo sabía yo, por eso no me disgusté con su crítica, al contrario, aprecié su sinceridad pues bien hubiera podido mentirme para endulzarme el oído. Aunque en el fondo la poesía sea una cuestión de gusto, y el suyo al parecer distaba del mío, lo cierto es que no se podía ignorar la historia de la literatura como yo lo estaba haciendo. Había que leer a los mejores, leer poesía. Claro que todo esto no me lo dijo sino que yo lo rumiaba desde hacía tiempo, y al notar su expresión grave me vino de repente a la mente.
Pobre Fito, solitario y apartado del mundo, y sin poderse comunicar. Sin embargo en los últimos tiempos estaba logrando pequeños progresos, andaba más rápidamente, escribía palabras sueltas con pésima caligrafía, pero su mejoría era tan lenta que cuando supe la noticia de su muerte en el fondo me alegré por él. Nadie merecía vivir así. Me dio mucha tristeza pues sabía que ya no iba a ver más a ese amigo que se alegraba tanto de verme y con el que podía compartir instantes de comunicación inteligente más allá de las palabras. Ahora me pregunto por qué no lo visité, por qué me paralizó la lástima y el miedo a ver de cerca su sufrimiento, quizás hubiera podido ser su amanuense, pero yo estaba metida en mi propia historia, demasiado ocupada con mis asuntos existenciales como para hacer ese acto de amor. Qué lástima por mí que no lo pude ayudar, a un ser tan bello, sí, porque era bello, sus ojos y su sonrisa lo delataban. La enfermedad, curiosamente, lo había llenado de humanidad y de una simpatía tremenda, aunque quizás lo estoy idealizando pues nunca llegué a saber cómo era en realidad.
Y como si de una señal se tratase, el otro día mientras organizaba mis papeles me encontré la nota titulada "Algunas impresiones sobre La madriguera del Arlequín", que no está firmada por nadie, y no he podido evitar dedicarle este pequeño homenaje. Me gustaría leer la novela, aunque creo que aún no se ha publicado, al menos en Internet no aparece nada aún. Creo que pasaré por su casa, si el miedo que le tengo a la muerte, y a encontrarme con su madre octogenaria, me lo permiten. Ya les diré qué tal.