miércoles, 12 de septiembre de 2007

Kalofer (Калофер)

Tiene Kalofer el mérito, entre otros muchos, de ser la cuna del poeta y héroe nacional búlgaro Hristo Botev. No puede pasar desapercibido el inmenso monumento que se ha construido en su memoria, dominando la vista del pueblo, como vigilándolo para advertir a sus pobladores de algún otro intento, como en el pasado, de dominio extranjero

Escucho el relato de Dimiter, oido a su vez de su abuelo, orgulloso de hablarnos de la valentía de sus antepasados en tiempos de la dominación otomana, cuando el temor de los invasores a los guerrilleros escondidos en los bosques les hacía cubrir los cascos de los caballos con paños para atravesar las montañas en el silencio y la oscuridad de la noche. Su historia me recuerda otras similares de mi infancia, pero, ya fuera por el murmullo del río que corría más abajo o el trinar de los pájaros en esas horas todavía poco calurosas de la mañana, absorta en mis pensamientos me imaginaba, sin atreverme a decirlo en voz alta, cómo los modernos invasores entran en los pueblos al ritmo estridente de las alegres canciones de su publicidad.

Visto su emplazamiento, puerta del parque natural de los Balcanes, pienso cuánto tiempo tardará en ser colonizado por la voracidad del turista occidental siempre a la búsqueda de parajes nuevos y me pregunto si el poeta Botev será capaz de avisar a sus conciudadanos con tiempo de los peligros de esas nuevas invasiones bárbaras de la especulación feroz.

domingo, 12 de agosto de 2007

El moquero

En el patio de entrada de la casa de mis abuelos había un antiguo lavadero. El agua salía accionando una bomba manual, pero estaba tan alta y tan dura que necesitaba colgarme literalmente del manubrio para conseguir accionarla y que saliese un chorrito de agua.

Todo ello resultaba muy divertido, así que buscaba sin éxito alguna cosa que se pudiese lavar, hasta que mi abuela me daba la pista: el moquero del abuelo que parecía permanentemente constipado.
No era fácil convencer al abuelo de que había que lavar su pañuelo limpio. Unas veces me hacía contar los números al revés, otras contarle un cuento en el que hubiese abuelitos buenos. Sólo, de vez en cuando, le ablandaba un arrumaco.

Con el pañuelo en alto, cual bandera victoriosa, corría a columpiarme del manubrio de la bomba de agua, llamando a gritos a mi amiga y vecina para que compartiese conmigo la oportunidad de jugar en el lavadero. Y cuando más envueltas en las risas estábamos, llegaba la dueña de la casa, del patio y de la bomba de agua, con su velo sobre los hombros y el misal en la mano y nos echaba con cajas destempladas, con la amenaza del infierno por ser niñas malas. Al entrar en casa con la cabeza baja, mi abuelo murmuraba: ya volvió de misa la beata.

jueves, 9 de agosto de 2007

La señá María

Una anciana pequeñita y aseada, con los ojos grises, el pelo muy blanco recogido en un moñito en la nuca; siempre vestida de negro; de carácter dominante, voluntad de hierro y memoria prodigiosa; lectora incansable de periódicos, revistas y todo tipo de libros que caían en sus manos; oyente constante de la radio, a la espera siempre de la emisión de radio París, comentarista sarcástica de los partes diarios de RNE. Cuando llegó la televisión no la quiso y las tardes de verano en que había corrida de toros subía hasta el tercero a acompañar a una vecina solitaria, compartiendo ambas la angustia del torero.

Por las noches, cuando sus ojos ya estaban cansados, me pedía que la leyese en voz alta. Su libro preferido era “Las mil y una noches”, primero en una edición abreviada, más tarde en una preciosa edición completa y comentada de delicadas páginas y lomos grabados con letras doradas que siempre me hacía manejar con el mayor de los cuidados. Así descubrí de dónde procedían Simbad, Alí Babá, la princesa Sherezade y tantos y tantos personajes de mis cuentos infantiles.

lunes, 6 de agosto de 2007

La abuela

La anciana, sentada en un taburete muy bajo, daba vueltas con infinita paciencia a la vasija en la que estaba haciendo el queso de leche de cabra; iba retirando el suero a un inmenso colador cubierto de un trapo blanquísimo colocado sobre otro recipiente de barro. La niña miraba el movimiento del brazo de la abuela que manejaba el cazo con maestría, sin salpicar ni una gota de líquido, y luego miraba su cara con los ojos fijos en el recipiente, tan fijos que pudo comprobar que, en realidad, no veía nada a su alrededor, ni a la misma niña cuya intención primera era tocar aquella crema blanca para conocer su verdadera textura.

La niña se preguntaba para qué hacía la abuela queso, si se podía comprar en la tienda. Alguien le contó después que porque no tenía un marido, ni siquiera una pensión que la ayudasen a sobrevivir. Sólo con la ayuda de los hijos, que no podía ser abundante, y la de su trabajo en la huerta, en los campos y el cerdo y las gallinas que criaba podía ir viviendo; con el queso, aquel rico queso de leche de cabra, se ayudaba para comprar alguna cosa que ella misma no podía producir.

La abuela hacía cosas que nadie más hacía. Tenía en la cocina una gran artesa en la que una vez a la semana amasaba pan. Unas hogazas grandes como la niña nunca había visto, con una miga blanca y densa que todos decían que era muy rico. Para su nieta hacía pequeños bollitos y hasta le permitía que ella misma les diese forma, unos redondos, otros ovalados; con el mango de una cuchara le enseñaba a hacer dibujos en la masa.

El momento de sacar el pan del horno no llegaba nunca. La niña merodeaba por los alrededores esperando el momento en que la dejasen entrar en el recinto del horno para probar el pan que ella había ayudado a hacer. Cuando por fin llegaba sentía ese hormigueo en el cuerpo que producen las cosas maravillosas. Allí estaba el magnífico regalo de la abuela: las distintas piezas de pan milagrosamente habían crecido y ¡huy! los panecillos hechos por la abuela para ella resultaban ser caracolas, margaritas y coletas, tan bonitas, que daba pena comerlas.

viernes, 3 de agosto de 2007

La enciclopedia

Sentada a la mesa de la cocina, con su nuevo hule de colores, la niña repasa los dibujos de la enciclopedia Álvarez. A veces lee algún texto, si el dibujo es suficientemente bonito a sus ojos infantiles. En las últimas páginas, creo que eran las últimas páginas, mira la cara de aquel soldado franquista con boina, intentando encontrar la maldad que le ha adjudicado su padre. Y su madre en voz baja dice: nunca cantes esa canción, no aprendas la letra, y nunca, nunca levantes el brazo en alto. Lo decía con tanto dolor que la niña intuye que tras la cara del soldado franquista tiene que haber algo terrible, pero por más que mira el dibujo y escudriña los trazos de sus ojos no descubre nada malo.
Con el tiempo, los jirones de conversaciones en murmullos, las noticias de radio pirenaica y radio paris o los recuerdos de la abuela le hicieron entender que aquella gloriosa victoria de la que hablaba la enciclopedia no formaba parte de la historia de su familia. Ellos eran los derrotados. Y como el soldado seguía pareciendo bueno, empezó a pensar que era el uniforme el que le hacía ser temido.

jueves, 2 de agosto de 2007

El hule

Sobre la mesa de madera, pintada de blanco, siempre hubo un hule protector. Cuando el uso lo estropeaba se cambiaba por otro. Los colores claros del fondo se salpicaban con motivos de todo tipo: frutas variadas, cacharros de cocina, grecas de diferentes estilos y, a veces, flores.
En las tardes de invierno, mientras hacía los deberes, la niña de entonces seguía con el dedo el recorrido de aquellos dibujos, imaginando historias de hadas y príncipes. Mientras hacía las cuentas de dividir o intentaba memorizar los monumentos de España o la geografía de la península o repasaba las páginas de la enciclopedia Álvarez, su dedito se iba inquieto a seguir el relieve inexistente de los dibujos del hule. Cuando toda la familia se sentaba a comer no hacía falta mantel, ya que aquel hule hacía las veces de cualquier mantel de hilo delicadamente bordado. Y tenía la ventaja de que al terminar se limpiaba fácilmente con un paño húmedo.
¡Ah!, esa cocina, con su mesa pintada y repintada de blanco, con su hule protector de tantos colores. Allí pasé largas horas de mi infancia, bajo la atenta mirada de mi madre, unas veces para que estudiase, otras para que comiese; siempre con la imaginación en otra parte, siempre soñando otras vidas, otros cuentos de hadas, otros reinos de alegría.

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Después de escribir estas líneas he buscado en internet la palabra "hule" y he encontrado un divertido árticulo en el blog siguiente: http://majaderos.blogspot.com/2006/09/el-hule.html
Me ha hecho mucha gracia saber, por la cantidad de comentarios que acompañan al artículo, que el recuerdo del hule forma parte de la infancia de tantos. ¡Qué pobres fuimos!