La anciana, sentada en un taburete muy bajo, daba vueltas con infinita paciencia a la vasija en la que estaba haciendo el queso de leche de cabra; iba retirando el suero a un inmenso colador cubierto de un trapo blanquísimo colocado sobre otro recipiente de barro. La niña miraba el movimiento del brazo de la abuela que manejaba el cazo con maestría, sin salpicar ni una gota de líquido, y luego miraba su cara con los ojos fijos en el recipiente, tan fijos que pudo comprobar que, en realidad, no veía nada a su alrededor, ni a la misma niña cuya intención primera era tocar aquella crema blanca para conocer su verdadera textura.
La niña se preguntaba para qué hacía la abuela queso, si se podía comprar en la tienda. Alguien le contó después que porque no tenía un marido, ni siquiera una pensión que la ayudasen a sobrevivir. Sólo con la ayuda de los hijos, que no podía ser abundante, y la de su trabajo en la huerta, en los campos y el cerdo y las gallinas que criaba podía ir viviendo; con el queso, aquel rico queso de leche de cabra, se ayudaba para comprar alguna cosa que ella misma no podía producir.
La abuela hacía cosas que nadie más hacía. Tenía en la cocina una gran artesa en la que una vez a la semana amasaba pan. Unas hogazas grandes como la niña nunca había visto, con una miga blanca y densa que todos decían que era muy rico. Para su nieta hacía pequeños bollitos y hasta le permitía que ella misma les diese forma, unos redondos, otros ovalados; con el mango de una cuchara le enseñaba a hacer dibujos en la masa.
El momento de sacar el pan del horno no llegaba nunca. La niña merodeaba por los alrededores esperando el momento en que la dejasen entrar en el recinto del horno para probar el pan que ella había ayudado a hacer. Cuando por fin llegaba sentía ese hormigueo en el cuerpo que producen las cosas maravillosas. Allí estaba el magnífico regalo de la abuela: las distintas piezas de pan milagrosamente habían crecido y ¡huy! los panecillos hechos por la abuela para ella resultaban ser caracolas, margaritas y coletas, tan bonitas, que daba pena comerlas.