[Emmanuel Carrère, Yo estoy vivo y vosotros muertos, trad.:
Marcelo Tombetta, 2018, Anagrama, págs. 370]
Era como si una crónica
corriente subterránea de miedo me hubiera hecho temblar toda la vida. Temblar,
huir, meterme en dificultades, perder a la gente que amaba. Como el personaje
de un dibujo animado en lugar de una persona, según me di cuenta. Una rígida
animación de comienzos de la década de 1930. Por detrás de todo lo que había
hecho, el miedo era lo que me había impulsado. Ahora el miedo había
desaparecido, dulcemente eliminado por la nueva que acababa de oír. La nueva,
me di cuenta repentinamente, que había esperado desde un principio; en cierto
sentido, había sido creado para estar presente cuando la nueva se difundiese y
no por otro motivo.
-PKD, Valis-
Una vez más, Borges tenía razón. Si la teología
es una de las ramas de la literatura fantástica, eso quiere decir también que
la literatura fantástica es una de las modalidades posibles de la teología,
aunque sea en mundos paralelos o alternativos. Esta idea sirve para explicar la
literatura de todos los mistagogos del siglo XX, los divulgadores literarios
del (falso) misterio del universo, como el propio Borges y sus maestros Kafka y
Chesterton o el lector cómplice de Borges que fue Philip K. Dick. Tras leer la
obra de este heresiarca se comprende mucho mejor que la literatura es el
sistema de conocimiento más complejo de lo real que se ha inventado por la
sencilla razón de que, en su representación de la realidad, incorpora las
fantasías, las distorsiones y las versiones falsificadas. La literatura implica
siempre, según Dick, la posibilidad de formular la penúltima verdad, o de
enunciar, en palabras de Borges, la penúltima versión de la realidad.
Este magnífico libro de Carrère permite al
lector comprender estas y otras verdades literarias en la medida en que, en la
biografía del último profeta del siglo XX y primero del XXI, establece la
vinculación definitiva entre las ideas que circulan por el cerebro del escritor
y la influencia que tienen en la génesis de su obra. Cervantes también lo sabía
y, por ello, es muy pertinente que Carrère evoque las lecturas dickianas del
“Quijote” como una clave importante de su personalidad creativa. El escritor
comparte con el protagonista cervantino una mente intoxicada de ficciones que
es puesta en cuestión por una realidad resistente a las ilusiones y deseos
subjetivos (la “idiotez cósmica”, como gustaba llamarla a Dick para marcar distancias respecto de cualquier supuesta verdad), pero compuesta
igualmente de fantasías colectivas, ficciones masificadas y mitos
comunitarios.
En Dick, como muestra Carrère, todo se da en
dualidades. La hermana muerta, Jane, y el hermano vivo, Philip, que acaba
creyendo que es él quien murió en lugar de su gemela. El doble Thomas que ocupa
durante una temporada la mente de Dick dictándole una interpretación alegórica
de los hechos históricos y las experiencias personales de su alter ego. Las
chicas morenas, dulces y comprensivas, que soñaba con seducir, y las mujeres
duras y castradoras, que eran su pesadilla matrimonial. O la del escritor
realista, con pretensiones de prestigio literario, y el narrador pulp, mercenario de los gustos más
degradados del género. Y la esquizofrenia definitiva, la de su ego fragmentado
en dos identidades a las que Dick bautizó con los nombres de los personajes de
su gran novela “Valis”: el fantasioso Amacaballo Fat, buscador impenitente de
la verdad absoluta, católico californiano fuertemente atraído por los cultos y
misterios rituales del gnosticismo, y el realista Philip Dick, escéptico e
irónico, o desengañado, con las delirantes interpretaciones del otro avatar.
Como escritor posmoderno, Dick vivía atrapado en
un bucle irresoluble que vale para escribir las novelas que escribió pero no
para vivir de un modo satisfactorio. Dick, como el filósofo taoísta Zhuangzi,
soñaba que era una mariposa aleteando en el vacío, pero cuando abría los ojos y
contemplaba la realidad al desnudo pensaba que era la mariposa cuántica la que
lo estaba soñando a él. Si a eso le añadimos altas dosis de fármacos y drogas,
incluido un mal viaje lisérgico, innumerables líos sexuales y sentimentales con
chicas de psique problemática y una actitud paranoica obsesiva, ya tenemos
asegurados los efectos tóxicos del producto dickiano. Una visión aberrante del
mundo donde los policías eran los agentes del mal, el FBI existía como el
malvado Richard Nixon para disimular que el país era víctima inconsciente de
una conspiración comunista que, en el fondo, era otra estrategia diseñada por
el imperio capitalista para camuflarse mejor y crear un trampantojo que
engañara a todo el mundo sobre quién era el amo verdadero del negocio y
controlaba las riendas del poder político.
En suma, Dick se consideraba un profeta
consumado, el último profeta de la era cristiana, y así lo revelan las tesis
visionarias de su obra suprema, la “Exégesis”, que es el alucinante portal de
acceso al caos ideológico del que surgieron incontables destellos de luz en forma
de novelas y relatos.