[Don
DeLillo, La Estrella de Ratner,
Seix-Barral, 2014, págs. 549]
Por fin el lector español tiene acceso a una de
las novelas más excéntricas e imprescindibles del escritor italoamericano en la
estupenda traducción de Javier Calvo. No todos los días se cruzan una
inteligencia literaria de primer nivel y una masa inmensa de teorías científicas
para producir una síntesis impredecible de sabiduría y humor. La risa se sirve
aquí, como en las secuelas ciberpunk, en bandejas de cromo incandescente. Quizá
por eso Baudrillard no descubriría a DeLillo hasta después del 11-S…
“…partículas rebotando en el aire que lo rodea, el polvo
reproductor de la existencia”.
-D. D.-
En 1976, año de publicación de esta novela extraordinaria,
aún no existe Encuentros en la tercera
fase, pero la temática OVNI vive un auge inusitado en los medios de masas y
la cultura popular. La teoría que, incluso hoy, cuando los avistamientos de
naves visitantes en la estratosfera vuelven a la moda en la conciencia pública
e internet, resume todas las teorías emitidas por la fantasía humana sobre tan
esquiva cuestión viene a decir que los extraterrestres instruyeron a nuestros
más remotos antepasados a través de signos en la ciencia matemática con el fin
de que en el futuro una civilización de avanzada tecnología pudiera construir
las máquinas necesarias para comunicar con ellos a través del espacio infinito
y quién sabe si entrar en contacto directo (visual, táctil o genético) con
algunos especímenes aventureros o con especies enteras de alienígenas (como pretendía
Octavia Butler en su celebrada trilogía Xenogénesis).
Al escribir esta novela Delillo parecería anticipar críticamente la mitología
cristalizada por Spielberg en su famosa película y esta, a su vez, lo reconozca
o no, se atrevería a responder a la refutación delilliana con un acto de fe inocente y sentimental en la
irrealidad de una ilusión, la magia de lo imposible o increíble.
La trama novelesca urdida por DeLillo en dos
partes asimétricas es tan compleja como un teorema y tan inteligible como un apólogo.
Billy Twillig, un genio matemático de catorce años, nativo del Bronx y premio
Nobel, es invitado a un ultrasecreto centro de investigación ubicado en Asia (¿en el desierto de Gobi?) con
el fin de colaborar en la decodificación de una señal cósmica de supuesto
origen extraterrestre. La primera parte, más narrativa, se centra en las
“aventuras” carrollianas de Billy, el
niño prodigio, en el laberíntico edificio de arquitectura geométrica (un
cicloide) y sus irónicos encuentros y desencuentros con un tropel de
extravagantes cerebros científicos de ambos sexos y múltiples manías. Y la
segunda, más abstrusa, supone el deslizamiento al otro lado del espejo del
experimento en que Billy está participando al sumirse, guiado por su mentor, un
enano hipersexuado y experto en lógica llamado Robert Softly, en un búnker incrustado
en la profundidad de la corteza terrestre junto con otro grupúsculo de obsesivos
investigadores en diversos campos del saber (entre ellos, una lingüista cautivada
por el hechizo primigenio de la gramática infantil y un arqueólogo chino atrapado
en el bucle cronológico de los restos hallados en el subsuelo que revelarían, en sintonía con la
resolución del enigma de la señal, la existencia de civilizaciones técnicas mucho más
desarrolladas en la protohistoria). Es ahí donde Billy, forzando la experiencia
claustrofóbica en contacto con sus enajenados colegas, acabará descubriendo el
sentido terráqueo de la emisión estelar.
Jugando con el lenguaje científico, La Estrella de Ratner es una “singularidad”.
Un objeto literario inclasificable. Una “singularidad” incluso dentro de la
obra del autor. Mantiene relaciones con todas las novelas y, al mismo tiempo,
establece una radical diferencia respecto de ellas. Como si DeLillo hubiera
dado un salto fuera de su campo de juego y experimentación artística e
intelectual para observar algo que no sería visible con facilidad desde él y al
regresar debiera registrar la abundante y contradictoria información recolectada
en la jerga estilística de novelas anteriores. Como si, en definitiva, el enredo
comunicativo vicioso que describe la propia ficción replicara, en otro plano,
el esfuerzo cognitivo de DeLillo al escribirla en combate agonístico, como diría Bloom, con dos
obras cumbre del período: una fílmica (2001 de Kubrick) y otra literaria (El arco iris de la gravedad de Pynchon).
Con esta alambicada historia, DeLillo enfrenta al
lector con el problema principal del novelista en la era postmoderna: para qué sirve la inteligencia
cuando se enfrenta a la masa de datos y la infinita información de la realidad y si debe o no contar todo
lo que sabe, o partes de lo que sabe, o desplegar en la página un proceso
analítico creativo equivalente al que los científicos desarrollan para elucubrar sus grandes teorías sobre el universo y la materia. No es
extraño, por tanto, que sea su libro favorito. Para realizarlo DeLillo ha puesto
en cuestión su bagaje humanista (cultural
y estético) y la visión religiosa de la ciencia que le enseñaron los jesuitas,
la teología del todo en que lo instruyeron siendo joven, para apropiarse de un
lenguaje nuevo: un lenguaje inhumano de una abstracción que podría tildarse de
lírica si se aceptara la hipótesis de que las combinaciones infinitas de los números y sus correspondencias
matemáticas establecen entre sí relaciones musicales, armonías místicas,
conjugaciones rítmicas.
Esta meganovela de DeLillo se sitúa así en la
intersección paradójica de Lewis Carroll (laberintos matemáticos, aventuras
especulativas, lógicas dislocadas), Beckett (cínica comicidad, absurdo
existencial, delirio lingüístico), Ballard (patologías privadas ligadas al
devenir de la tecnología y el capitalismo) y Pynchon (conspiranoia, humor,
futurismo tecnológico).
Estamos empezando a saber lo que significa vivir
en una tecnocultura y esta ficción desconcertante
nos invita a comprender la parte de locura y error y hasta de terror que se
enmascara detrás de la pantalla racional de la ciencia y la tecnocracia. Y cómo
la idea del futuro que se escenifica en el presente ya está inscrita en nuestro
pasado. Y calibrar, de paso, el papel de la literatura en ese futuro diseñado
como un programa informático o una campaña publicitaria.
¿Ficción científica? Quizá, si asumimos como tal
una aproximación narrativa a los límites reales del pensamiento científico.
¿Ficción experimental? Solo si entendemos el calificativo en el sentido que le
otorga la ciencia. ¿Ficción cómica o “cosmicómica”, como diría Calvino? Sí, si
aceptamos que el contingente de teorías matemáticas y especulaciones astrofísicas
diseminado a lo largo de sus quinientas cincuenta páginas solo busca provocar, en
el lector desprevenido como en los atolondrados personajes, el estallido de la
gran carcajada final.
Pero no nos engañemos. No es la risa divina,
seráfica, que se burla de las espurias aspiraciones de los
humanos a sentirse (o ser) como dioses. Tampoco la risa diabólica, más cínica,
de quien desprecia las ambiciones técnicas del ingenio humano. No, es algo mucho
más inmediato y a la vez implacable. Es la risa loca de la novela (“la
paradoja, la comedia, el mito erróneo del fulgor total”). Es la risa carnavalesca
del novelista. Con La Estrella de Ratner,
una parodia corrosiva del mundo científico, DeLillo obliga a la verdad objetiva
a desnudarse ante el espejo irreverente de la ficción exhibiendo sus
deficiencias y deformidades.
Y, mientras tanto, el capitalismo (con o sin la ayuda extraterrestre que algunas mentes fantasiosas le atribuyen) sigue explotando
en su beneficio los subproductos de esa demencia racional.