Camino despacio hacia las colinas del Negredo. Frente a la encina grande donde se recoge el mochuelo, y no muy lejos de una sabina inmensa situada en medio del campo, se esconde uno de los innumerables chozos de pastores que se distribuyen por toda la comarca. Ancestrales señales de una vida pasada, el chozo encendido por los rayos del sol constituye un canto a la vida y a nuestra propia historia, patrimonio de un tiempo pasado que no podemos ni debemos olvidar. Cañadas, cordeles y veredas de la trashumancia; majadas y apriscos para el ganado; chozos y refugios de piedra donde antaño se cobijaban los pastores por resguardarse del relente de las gélidas noches del páramo castellano. Rememoro los distintos tipos y diferentes categorías de pastores, desde los mayorales a los zagales pasando por rabadanes, compañeros y ayudadores. Piedra sobre piedra, encinas solitarias, viñedos viejos cuyas cepas se agarran con fuerza al suelo de arcilla y de cascajo. Algunos nogales crecen en medio de una tierra reseca y fría castigada por heladas y vendavales. Hoy apenas quedan pastores, su tiempo ya pasó, los chozos hace años que no se utilizan, quedaron sus restos como testimonio de un trabajo duro que se ha ido abandonando de manera casi definitiva hasta su práctica desaparición. Encontrar en estos tiempos un rebaño con su perro y su pastor paseando por el campo es casi un regalo del destino. La existencia de los chozos ha perdido todo su sentido. Corrales del aire les dicen algunos, una arquitectura popular única, carente de comodidades y con un sentido utilitario de lo más práctico y funcional. En unos años más, si consiguen mantenerse en pie, podremos considerarlos verdaderas reliquias antropológicas, testimonio de la vida rural castellana que venía desarrollándose en esta tierra desde tiempos inmemoriales.
977 - Los caracoles de Fibonacci
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