Los tipos solemos tener cierta afición a las películas de acción, y quiero determe en dos momentos de ese género que, tal vez, nos expliquen algo de lo que nos pasa.
Este tipo de películas tiene diferentes variantes: las bélicas, las de policías, las de hampones, y las de hombres comunes empujados a la violencia, entre otras. La variante que hoy me ocupa es la de "el hombre que se defiende": el tipo no es peleador, no cree en la violencia, pero puesto en una situación límite se defiende como un león.
En los años 50, un tipo común soporta provocaciones y hasta humillaciones hasta que reacciona en los últimos veinte minutos; permitiéndonos liberar la adrenalina que juntamos durante toda la película y restituyendo el equilibrio y el sentido de justicia.
Un ejemplo es "El hombre tranquilo". El tipo es un ex-combatiente que visita un pueblito de los EEUU y recibe todo tipo de provocaciones y ataques mientras investiga la misteriosa muerte de los familiares de un compañero de armas muerto en acción. Manco y todo, cuando lo molestan lo suficiente el tipo barre con medio pueblo.
A partir de los años 80 aparece una variante de lo más sospechosa (aunque, por supuesto, muy entretenida): el tipo que no cree en la violencia, que cree en el espíritu y en la armonía, pero se pasa treinta años aprendiendo a repartir mamporros. Es el legado de Oriente pervertido y depravado, que llenó la pantalla de aprendices de monje con filosofía barata y prácticas marciales. Kung Fu, Karate Kid y quinientas series y películas transitan este camino.
El que un tipo que dice no creer en la violencia pase toda su vida aprendiendo a pelear responde a la dudosa doctrina de armarse para la paz; y es el reflejo a nivel individual de una política que las potencias aplican desde la guerra fría.
Una variante de esta lógica tan particular es la de numerosas religiones y sectas que predican la espiritualidad como un medio para conseguir bienestar material. Los medios de comunicación están llenos de ejemplos de esta particular visión. En un canal de cable, un señor da testimonio de cómo sus problemas económicos se acabaron cuando se acercó a tal templo, luego una señora hace lo propio hablando de su enfermedad, curada no por la ciencia sino por el pastor que conduce el programa. Quiero que se entienda bien: el bienestar económico o la cura no son "efectos secundarios" de un bienestar espiritual, son el anzuelo con el que pretenden engancharnos.
Ir al templo para conseguir dinero o salud no es muy diferente de ir al templo para convertirse en el más bravo del barrio. Es venderle el alma a Dios, en vez de vendérsela al diablo; pero más que eso, es aceptar un tipo de lógica que tiene de todo, menos lógica.
¿Será que tenemos que ir al gimnasio, al banco o al hospital para buscar espiritualidad?