viernes, 3 de septiembre de 2010

Gotas de lluvia

Agosto de 2010. El calor de los últimos días había hecho el aire irrespirable. Me coloqué la pinza en el pelo y me dispuse a poner un poco de orden en aquella casa. Me gusta volver a aquella paz de olores: a aire de pino, a tierra de caminos. El día se había levantado mohíno y caprichoso, ahora nubes, ahora lluvia, ahora sol... Un día de bochorno veraniego solo medianamente sofocado por breves chaparrones que hacían que el suelo desprendiera un calor húmedo, creando una atmósfera aún más pesada y densa.


La naturaleza -tan repetitiva- y sus fragancias, tan intensamente constantes, me hicieron evocar ciertos días de verano de mi adolescencia. Los días de tormenta tenían un talante especial, nos alborotaban y alteraban la rutina de baños, juegos y pasatiempos. Así, paseábamos, subíamos al monte, escuchabamos y compartíamos la música que nos gustaba y, sobre todo, hablábamos formando un corro.


Me hallaba sumida en esos pensamientos cuando comenzó una fuerte lluvia. Los pequeños grupos que habitualmente se forman alrededor de la piscina desparecieron en un santiamén. Sillas, toallas y cestos con mil cosas fueron tomados con la celeridad que imponía la fuerza del agua al caer. Había prisa por alcanzar un lugar cubierto, como si quedarse bajo la lluvia fuera algo atípico o quebrantara alguna norma. Contemplaba ese espectáculo mientras tendía la colada en la terraza, donde gotas completamente llenas alcanzaban el interior y, sin miramientos, se estampaban atrevidas contra la ropa tendida y contra mi piel. Me quede quieta un momento, sin reaccionar. Respiré y saboreé el olor a tierra mojada, tan arrebatadora a los sentidos. El lugar había quedado desierto. De repente quise estar allí fuera, sola, no me lo quería perder. Me sentí tentada de saltar la barandilla, como tantas veces había hecho, como tantas veces había visto hacer. Era tan fácil, un pie en una tabla, media vuelta, otro pie en la otra, un salto por encima de las hortensias y listo. Me reprimí, saldría caminando.


No había nadie cuando llegué. Los árboles y el césped lucían un verde vivo y luminoso, decorado aún por transparentes gotas de lluvia, reacias a desaparecer. El sol asomaba otra vez. El tiempo se había parado. Deprisa, solté los trastos, me quité la ropa y me lancé al agua. Me quedé dentro un buen rato hasta que percibí que el frío comenzaba a romper el hechizo. Salí sonriendo. Mientras caminaba hacia la toalla anticipaba esos primeros instantes tras el baño, cuando el frío y el calor se confunden en una mezcla armónica de sensaciones, cuando el sol tiende su cálido velo sobre la piel, cuando se respira un silencio sin intrusiones...