A principios de los setenta, llamar barrio a Los Robledales era un eufemismo que sólo utilizaba el señor Paco cuando vendía cacerolas de latón en el mercadillo de los miércoles. La mayoría de sus habitantes se refería al mismo como allá donde las casitas bajas. El barrio era, por aquellos años, una yuxtaposición de chabolas de chapa y cartón que compartían terreno con unas cuantas casonas medio derruidas por los años y la miseria; mansiones, que, a finales del siglo anterior, pertenecieron a ilusos que, con la misma facilidad que se hicieron ricos especulando en la minas de sal, perdieron su fortuna gastándola sin tino. Estas viejas mansiones habían sido ocupadas por familias que dejaron atrás pueblos paupérrimos en busca de una vida mejor acudiendo a la llamada de parientes que las engolosinaban con la promesa de dinero fácil, si es que puede considerarse fácil el trabajo de sol a sol construyendo la autopista a la frontera. Por aquellos años, no era extraño que en una misma casa viviesen veinte o treinta criaturas de Dios entre abuelos, tíos, padres, hermanos, perros y hasta gallinas ponedoras. Donde en otro tiempo lució una rosaleda y un cupido coronando una fuente, crecieron tomates y patatas que ayudaban a matar el hambre de los mocosos que se diría que las mujeres echaban al mundo de tres en tres, tanta era la chiquillería que correteaba descalza por las calles del barrio.
El ensanche de la parte alta de la ciudad transformó la albañilería en un oficio próspero y cambió el aspecto de allá donde las casitas bajas. Se elevaron bloques de pisos donde en otro tiempo se veían chabolas y decrépitas mansiones; y los hijos de los obreros se convirtieron en oficinistas, dependientes de grandes almacenes y camareros del Hotel Real. Tanta fortuna atrajo a comerciantes y, en pocos años proliferaron las más diversas tiendas: zapaterías, boutiques, mercerías, papelerías… Pero, pese a tal cambio, Los Robledales siguió siendo para sus habitantes allá donde las casitas bajas.
Se desconoce la razón por la que en los ochenta José Santos se decidió a abrir una academia de baile allá donde las casitas bajas. El antiguo dueño de una licorería en el centro de la ciudad no tenía ningún vínculo de parentesco ni de amistad con el barrio, al menos que se supiera. Claro que tampoco se le conocía relación alguna con la danza y, sin embargo, allí estaba él ofreciendo clases de sevillanas, tango, samba y hasta de chotis a quien pagase doscientas pesetas la hora. Dispuso a tal efecto de un local en los bajos de un edificio de oficinas que alquiló por un precio irrisorio. Su mujer, Guillermina, decoró las paredes con cuadros bordados a punto de cruz por ella misma y colocó en cada esquina veladores adornados con flores de trapo que hacían parecer la academia más el cuarto de estar de una casa de los años cincuenta que un lugar donde aprender a bailar.
José Santos contrató a dos profesoras que se hicieran cargo de las clases. No podía haber elegido a mujeres más dispares para tal menester. Cristina era joven y hermosa. Debía de rondar los treinta o treinta y cinco años pero vestía como una quinceañera: minúsculos pantalones cortos, blusas sin mangas anudadas por encima del ombligo y sandalias de tacón fino por las que asomaban unas uñas lacadas en rojo bermellón. Los lunes solía causar sensación en la vecindad su llegada. Cada semana se bajaba de un coche distinto que conducían tres jóvenes diferentes. El del descapotable verde lima era pelirrojo y tenía un tic nervioso que le alzaba la comisura izquierda sin cesar y le dibujaba una extraña sonrisa. El conductor del todoterreno azul fumaba en una pipa de alabastro labrado y era el único que saludaba con un movimiento de cabeza a los curiosos que espiaban indiscretos la aparición de la joven. El que más simpatía despertaba allá donde las casitas bajas era un muchacho de unos veinticinco años que conducía un viejo Renault cinco pintado de amarillo. Aunque no tenía para su público ni una mirada, sus admiradores no se perdían el paseo que daba a un buldog cascarrabias que tiraba de su dueño a gran velocidad. Ante tal espectáculo, se jugaban sumas nada desdeñables entre quienes aseguraban que el muchacho no aguantaría los bríos del chucho y los que apostaban por el joven, que, ajeno a la competición, siempre llegaba a su destino sin aliento pero a salvo.
La otra profesora se llamaba Valentina: un nombre heredado de una pariente lejana de su abuela. Era casi tan joven como Cristina pero aparentaba más de cuarenta años. De baja estatura y entradita en kilos, como decía Guillermina, causaba admiración cuando se movía por la pista de baile con la ligereza de una libélula al ritmo del tintineo de sus pulseras de hueso. Su talante, siempre alegre, la hacía ser la favorita de la academia. Los aspirantes a danzarines se disputaban sus clases; ello a pesar de que, en un primer vistazo, pocos adivinaban sus dotes como bailarina. Pero su fama de acogedora pronto se extendió allá por las casitas bajas y muchos se apuntaban a sus clases sólo por verla moverse al son de la música y recibir sus indulgentes regañinas. Se decía que ponía tanto empeño en que aprendieran sus alumnos que no le importaba quedarse una o dos horas más y ayudar a los rezagados. José Santos hacía la vista gorda ante aquellas clases extras y gratuitas pese a las broncas con que le regalaba después Guillermina por dejar escapar unos duros que no vendrían mal al negocio.
Allá por donde las casitas bajas se acostumbraron a ver a las dos mujeres paseando del brazo por sus calles. Pese al atractivo de una y el aspecto estrafalario de la otra, pese a la popularidad de una y a la fama de casquivana de la otra, nadie apreció entre ellas ninguna señal de rivalidad. Por el contrario, no era extraño verlas después de comer sentadas al sol a la puerta de la academia y reírse por cualquier nadería mientras compartían una tableta de chocolate.
A Cristina nada le gustaba más que tener un atento oyente, atenta en este caso, que escuchara sus aventuras de los fines de semana y a Valentina nada le causaba mayor placer que la fragancia que exhalaban las historias de la atractiva profesora. Con la boca entreabierta y los párpados entornados, se dejaba seducir por imágenes de una Cristina danzando a la luz de la luna con atractivos caballeros que le susurraban al oído versos de Bécquer. Poco le importaba que tales historias sonasen la mayoría de las veces a fabulaciones ni que en ellas dejase claro la bella profesora, con algo más que una pizca de malicia, que sus encantos femeninos estaban muy por encima de los de su amiga. A Valentina le bastaba unas pocas frases para encender la lamparilla de la imaginación y ensanchar su alma.
Cuando Ramiro se matriculó en el curso de quickstep no imaginó que iba a ser la causa de la ruptura entre las dos profesoras. Era éste un próspero comerciante que regentaba una tienda de Todo a cien pesetas en la que lo mismo vendía una bobina de hilo, sartenes y fregonas que un traje de noche por algo más de las cien pesetas que anunciaba su cartel y por mucho menos de lo que podía costar en la boutique que abría sus puertas cada día al otro lado de la calle.
Era Ramiro un señor que, de tan delgado, no se le veía cuando se ponía de perfil. Lucía con mucho orgullo bigote fino, como una línea trazada con rotulador, pelo hacia atrás alisado con gomina y pico de viuda sobre la frente. Cristina se refería a él como «Rodolfo Valentino», quién sabe si confundiendo al actor italiano con Douglas Fairbanks o por hacer un juego de palabras con el nombre de su amiga. Cuando Ramiro se decidió a matricularse en la escuela de José Santos, hacía un año que lo había dejado su mujer por un camionero que transportaba naranjas a Lyon. Cansado de llorarla, se presentó en la academia de baile una mañana de principios de septiembre, donde lo recibió Guillermina, la esposa de José, que lo abrumó con la variada oferta de cursos a los que se podía apuntar. Casi le da un vahído ante tanta palabra extranjera: swing, foxtrot, quickstep, lindy hop, boogie-woogie… A nadie de allá donde las casitas bajas podía extrañar que no fuera capaz de decidirse por ninguno. Mientras Guillermina tambororileaba con la punta de un lapicero sobre el mostrador, Ramiro se preguntaba si no hubiese sido más acertado caminar unos metros más calle abajo y matricularse en el curso de inglés para ignorantes. La mujer de José Santos estaba a punto de perder la paciencia ante aquel lelo que la mirada con el belfo caído y sin decir una palabra. Lo dejó con sus indecisiones y atravesó la recepción para poner un vídeo en el gigantesco televisor que dominaba una de las paredes. En menos de un segundo, la pantalla se llenó con la presencia de Rita Haiworth bailando con Fred Astaire So near and yet so far.
—¡Eso! —exclamó muy ufano Ramiro mientras apuntaba con el dedo el televisor—. ¡Eso es lo que quiero yo bailar!
Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un fajo de billetes de mil pesetas y lo dejó sobre la mesa dando un golpe seco: con aquella cantidad, pretendía sufragar las clases de todo el curso. Guillermina se lo quedó mirando fijamente sin ocultar su escéptico desprecio pero no dijo nada: valía tanto el dinero del mejor bailarín como el de un ganso que no sabía dónde tenía los pies. Con un gruñido, le indicó que la siguiera y lo condujo hasta la clase de Cristina.
—Cris —la llamó tras empujar al desconcertado aspirante a bailarín hacia el centro de la clase—, aquí te traigo a tu Fred Astaire.
Cuando Ramiro se encontró con su Rita Haiworth, estuvo en un tris de desmayarse. Recorrió con los ojos la figura que se insinuaba bajo un escueto vestido minifalda con el escote más generoso que jamás había visto y hubo de tragar tres veces saliva para que se le pasara el hipo que le atacó cuando Guillermina los dejó solos. Cristina, acostumbrada a causar sensación entre sus alumnos, puso un disco de chachachá, le tendió las manos y lo arrastró por la pista sin darle tiempo a decir ¡ay! El pobre Ramiro se vio zarandeado de un lado a otro de la clase con tal brío, que creyó que se le habían descoyuntado los huesos. Un instante que se despistó se vio en el suelo con los brazos y las piernas entrelazados en un nudo marinero que, ni con la ayuda de Cristina, conseguía deshacer. Hubieron de pedir auxilio a José Santos, que con una simple sacudida, dejó al pobre Ramiro sentado en un banco junto al espejo todo desmadejado como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos.
Tres días dedicó Cristina al ingente esfuerzo de meter en la cabeza, y en los pies, de Ramiro, los primeros pasos del quickstep. Tres días vio cómo se deslizaban por la frente de su alumno goterones de sudor hasta formarse charcos en el suelo. Tres días batalló con su orgullo que le decía que, si alguien era capaz de hacer de Ramiro un consumado bailarín, ese alguien era ella. Mas, al cuarto día, se rindió al abatimiento y le cedió el obtuso danzarín a Valentina.
Para entonces, Ramiro había perdido la poca prestancia que poseía y ni siquiera la gomina podía mantener en su sitio su cabello crespo. Ya no guardaba parecido ni con el cocinero de Rodolfo Valentino y la v que coronaba su frente le llegaba a la nariz. Aun así, no cejaba en su empeño de aprender a bailar. No en vano había pagado por las clases lo que ganaba con su tienda durante cinco meses. Pese a todo, sintió como si perdiera pie cuando Guillermina le anunció que las siguientes clases se las daría Valentina. ¿Cambiar de profesora justo cuando empezaba a entender las instrucciones de Cristina? ¡Qué horror! Y no obstante, no emitió queja alguna por el traspaso ante el temor de que la esposa de José Santos lo expulsara de la academia sin devolverle el dinero pagado.
Después de los tres días de clases intensivas con la bella profesora, Ramiro no sólo era una nulidad para el baile: se había convertido en un disléxico que confundía su pie derecho con su brazo izquierdo. El día que entró por primera vez en la clase de Valentina era tal su temblor, que la profesora creyó que había caído enfermo. Con la intención de tranquilizarlo, lo invitó a un granizado de limón en una heladería cercana. Sentados ante un velador, le preguntó si, además del baile, disfrutaba de algún otro pasatiempo. La cara de Ramiro se iluminó y de sus labios salió un torrente de palabras con las que ponderaba su afición a construir maquetas de barcos. Ramiro se fue animando más y más a medida que iba nombrando sus obras de arte: el Mayflower, el Holandés errante, el Queen Mary, el Argos, el Santísima Trinidad, el HMS Bounty… Sacó de su bolsillo una cartera y desplegó una ristra de fotografías de sus maquetas que le fue mostrando con la misma presunción de un abuelo por sus nietos. Era tal su entusiasmo, que olvidó su torpeza en el baile y, cuando al fin la recordó, ya había pasado su hora de clase.
Tres días, los mismos que Cristina invirtió en asustarle, tres días tardó Valentina en devolverle la seguridad en sí mismo y los pedazos de apostura que había perdido en cada una de las vueltas que dio con la bella profesora por la clase. Tres días en los que le hacía cerrar los ojos para que pudiese escuchar la música; para que disfrutase de ella y se dejase llevar sin preocuparse por equivocar los pasos. Así fue quitándole el miedo a hacerlo todo mal. Pasaron semanas antes de que aprendiese una sola figura del quickstep pero a Ramiro no le importaba. Desde que se levantaba a las cinco de la mañana, se le pasaba el tiempo contando las horas que le faltaban hasta el inicio de la clase y era tal su impaciencia que se distraía cuando tenía que vender algún artículo de su tienda. Se cuenta allá donde las casitas bajas que a una clienta muy empingorotada que quería cintas de raso para el pelo le dio un destornillador y a un joven rockero que buscaba un cinturón con tachuelas plateadas le entregó un estuche de manicura.
¿Qué le sucedía a Ramiro, siempre tan meticuloso en su negocio, que tan atolondrado se mostraba? Allá donde las casitas bajas no se hablaba de otra cosa que del cambio operado en el dueño de la tienda de Todo a cien pesetas. No eran pocos los que se apostaban a la puerta del bar de la señora María para verlo salir de su casa todo atildado y dirigirse muy tieso a la academia de José Santos con un ramillete de nomeolvides del mismo azul intenso que el pañuelo que asomaba del bolsillo de su chaqueta. Valentina lo esperaba en la puerta de la academia con una sonrisa tan luminosa que los curiosos del barrio habían de ponerse gafas de sol si no querían deslumbrarse. Las tardes en las que ella no tenía clase, la esperaba con una caja de bombones en un banco junto a un roble a que finalizase su jornada y se la llevaba, dando un paseo, hasta la cafetería del Hotel Real. Desde el otro lado de la cristalera que daba a la calle de La Alegría, los veían conversar y reír mientras se deleitaban con una o dos tazas de café acompañadas de tarta de manzana. Nada suscitaba tantas miradas de asombro como aquella pareja tan singular: ella, bajita y regordeta como una peonza; él, alto y delgadísimo como un lapicero.
Muy pronto se corrió la voz, allá donde las casitas bajas, de la prodigiosa transformación que se estaba produciendo en la profesora y el discípulo. A medida que pasaban los días, la silueta de Valentina se iba espigando en tanto que la de Ramiro se engrosaba. Sus sombras proyectadas en la pared bailaban el quickstep con la gracia de una pluma mecida por el viento y sus pupilas quedaban prendidas ajenas a lo que sucedía a su alrededor. Julita, la del portal quince de la calle Pensamiento, aseguraba muy convencida que Valentina había conquistado el corazón de Ramiro.
—No hay más que verlo —declaraba con voz doctoral—. Sus ojos son como centellas que titilan en el cielo.
En cambio para Sebastián, el charcutero del Mercado Central, era Valentina la que se había enamorado del dueño de la tienda de Todo a cien pesetas.
—Se ha vuelto la más bella del barrio —sostenía no sin cierto pesar, como si lamentase no haberse fijado antes en ella.
Tanto se hablaba de los amores de Valentina y Ramiro allá donde las casitas bajas que los rumores llegaron a oídos de Cristina, que jamás prestaba atención a lo que sucedía en el barrio. Al principio, no creyó una palabra. ¿Cómo iba a enamorarse la buena Valentina y no decirle nada?, ¿cómo iba a prendarse nadie de ella, tan regordeta y poco agraciada? Ni siquiera el pánfilo de «Rodolfo Valentino» se fijaría en tal mujer después de haber gozado del privilegio de conocer a la bella Cristina. Pero, cuando dejó de mirarse a sí misma y puso sus ojos en su amiga, descubrió que ésta ya no era la misma que, meses antes, escuchaba con ilimitado embeleso sus historias. Por el contrario, la contemplaba con una enigmática sonrisa con la que parecía querer decirle: «¡ay, ay, si yo te contara!». Cristina hacía acopio de todos sus encantos para sonsacarla pero Valentina permanecía en silencio mientras se sonrojaban sus redondeados mofletes o exhalaba un profundo suspiro y se llevaba la mano al corazón como si de una colegiala se tratase.
—¿No me vas a contar nada? —le preguntaba con una intensidad muy parecida a la furia.
Valentina, que temía que, si hablaba de sus amores con Ramiro, se rompería el encantamiento, no pronunciaba palabra o cambiaba de conversación sin sutileza alguna. Tanto sigilo no servía sino para azuzar la cólera de Cristina, a quien le dio por espiar a su amiga. Cada tarde, al término de las clases, se ocultaba tras el kiosko de revistas del señor Faustino a esperar que Valentina saliese de la academia de baile. A los pocos minutos, la veía atravesar la puerta con la misma pinta estrafalaria de siempre: falda hasta los tobillos confeccionada con trozos de telas de distintos colores y texturas, jersey de lana gruesa y cuello vuelto color borgoña, chal de ganchillo con largos flecos y botitas atadas con aire ortopédico. Cristina no podía reprimir una sarcástica sonrisa ante la facha de su amiga. ¿Cómo iba a pretender conquistar ni al más tontorrón con aquel atuendo tan poco sexi? Pero antes de poder saborear las mieles de tal pensamiento, asomaba la cabeza de Ramiro, quien sin poder ocultar su contento por encontrarse con su amada, le tendía las manos y le regalaba con un prolongado beso en los labios.
Cristina no podía soportar los éxitos de su amiga, aunque fuesen con un lechuguino como Ramiro. Para ella era incomprensible la alegría con la que acogían en la academia la dicha de Valentina y se enfurruñaba cuando estrenaba un modelito y nadie la piropeaba. Sin ser del todo consciente, comenzó a llevar la contraria a su amiga. Ante el asombro de Valentina, no le importaba dejarla en ridículo delante de otras personas.
—¿Qué sabrás tú de lo que es danzar con gracia por la pista? —solía preguntarle mientras la miraba de arriba abajo con displicencia—. Si ni siquiera tienes la figura de una bailarina.
Era tal la cólera que despertaba Valentina en Cristina, que aquélla empezó a rehuirla. Ya no se las volvió a ver juntas a la puerta de la academia compartiendo confidencias y una tableta de chocolate. Entre los vecinos de allá donde las casitas bajas, no se hablaba sino de la envidia suscitada por los amores de Ramiro y Valentina en Cristina. Por primera vez en mucho tiempo el barrio no estaba dividido en dos facciones. Todos salían por los amantes y no fueron pocos los que negaban el saludo a la más bella de las profesoras cuando se cruzaban con ella.
—¿No tiene ella a los tres muchachos que la traen en coche? —preguntaban unos y otros—. Pues que deje en paz a Valentina, que bien se merece ser feliz.
La impopularidad de Cristina llegó a su punto más álgido cuando puso en marcha un plan para quitarle el novio a Valentina. Se arregló el cabello con ondas al agua a lo Rita Haiworth y se compró un vestido color cereza tan escaso que hasta en pleno mes de agosto cualquiera que no fuese ella hubiese cogido una pulmonía con él. Ataviada cual femme fatale, enfiló la avenida ancha y se presentó en la casa de Ramiro dispuesta a seducirlo. El susto que se llevó el pobre hombre cuando, al abrir la puerta de su casa para sacar el cubo de la basura, se dio de bruces con la atractiva profesora de baile fue morrocotudo. Pasaban de las nueve y media de la noche y, tras cenar una sopa de ajo, se había preparado ya para ver una película en la televisión que despertase las ganas de irse a dormir. A Cristina casi le da un soponcio al ver la facha que se gastaba su galán en casa: pijama con la cara de Mickey Mouse en el pecho y pantuflas de peluche azul marino. A punto estuvo de desbaratar su plan y darse media vuelta. ¿Para aquel fantoche se había pasado tres horas en la peluquería moldeándose la melena a lo Gilda y maquillándose los labios para que pareciesen más jugosos? Pero estaba en juego su pundonor. No podía permitir que Ramiro, por muy poco apetecible que fuese, prefiriese a Valentina. De manera que se arrojó al cuello del pasmado dueño de la tienda de Todo a cien pesetas y, con el mismo brío que semanas antes lo arrastraba por la pista de baile, lo empujó al interior de la casa mientras cerraba la puerta tras de sí con una linda patada.
Tres días había dedicado Cristina al vano intento de enseñar a bailar a Ramiro y tres días empleó en tratar de sacar de la cabeza de Ramiro el nombre de Valentina. El mismo empeño puso en uno y otro fin y el mismo éxito obtuvo en la primera tarea que en la segunda. Cuando el cuarto día la bella profesora de baile abandonó la casa, su alumno tenía la apariencia de un cadáver recién salido del congelador: la piel macilenta y azulada, los ojos sanguinolentos, los brazos y las piernas rígidos como si fuesen de alambre y los pelos tiesos sobre la cabeza. Sólo el espasmo que le hacía alzar de forma compulsiva el hombro derecho indicaba que seguía vivo.
Cristina se hizo acompañar hasta la academia por Ramiro el lunes siguiente por la mañana. Él la llevó en un viejo citroën que en otro tiempo fue blanco pero que el uso había pintado de gris, decorado con manchas oscuras allí donde asomaba la chapa. Aparcaron al otro lado de la calle, justo frente a la puerta del bar de María donde se congregaban los curiosos de allá donde las casitas bajas para asistir a las llegada semanal de la bella profesora con alguno de sus pretendientes. Petrificados se quedaron todos cuando la vieron bajar del coche de Ramiro con el alegre revoloteo de una bailarina de quickstep. Más su asombro llegó al clímax cuando, antes de cruzar el umbral de la puerta, se volvió de nuevo y arrojándose al cuello de su aterrado amante, le estampó un apasionado beso en los labios.
No esperó mucho Guillermina, que lo vio todo desde la ventana del vestíbulo, en contárselo a Valentina. Orgullosa de ser la primera en darle la noticia, ni siquiera reparó en el daño que le infligía. Un minuto más tarde, Cristina hacía su entrada en la academia. Les dio un beso a cada una en la mejilla y entró en su clase taconeando fuerte mientras tatareaba Cheek to cheek.
Nunca como la semana que siguió al encuentro entre Ramiro y la bella profesora estuvo ésta tan cariñosa con Valentina. Una vez hubo demostrado, o creyó haber demostrado, que era la favorita del dueño de la tienda de Todo a cien pesetas, se desvaneció el resentimiento que había sentido contra su amiga. Como si quisiera compensarla de la decepción, le regaló un pañuelo de seda para el cuello color rosa pálido y un frasco de perfume francés que le costaron todos sus ahorros. Cada mañana, a las once y media, la iba a buscar a la clase para invitarla a un capuchino en el bar de María. Valentina recibía con tal apatía tantas atenciones que se diría que su alma la había abandonado y su cuerpo no se movía sino porque una mano misteriosa le daba cuerda al despertar el día. Sus pupilas se tornaron opacas y sólo hablaba cuando le hacían una pregunta. Allá donde las casitas bajas estaban muy preocupados por ella y temían que tanta tristeza acabase matándola.
—Después de todo —explicaba muy sabia Rosa, la de la mercería—, debe de haber pocas cosas tan difíciles de sobrellevar como que tu mejor amiga te quite el novio.
Mientras tanto Ramiro penaba por su Valentina. Se sentía culpable ante ella y no osaba acercarse. Desde detrás de los cristales de su tienda de Todo a cien pesetas, la veía caminar por la acera cabizbaja, arrastrando los pies, y unas ganas apenas resistibles de correr tras su amada se apoderaban de él; mas, en el último momento, el miedo a ser rechazado lo aplastaba contra el anaquel de las golosinas y, así, inmóvil, no le quedaba otro consuelo que las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Alguna vez la profesora de baile hacía un amago de alzar la vista hacia el escaparate de la tienda de Todo a cien pesetas y, por un brevísimo instante, se cruzaban sus miradas. Pero no tenían tiempo de reconocerse pues Ramiro desviaba sus ojos al momento no fuese ella a pensar que la espiaba. Valentina, que se creía despreciada, bajaba de nuevo la cabeza y enfilaba la calle hasta la parada del autobús que la llevaba a su casa con el corazón arrugado y el alma empequeñecida.
Después de aquel otoño, nunca se los volvió a ver pasear juntos; ni tan siquiera darse los buenos días. Antes de Navidad, Ramiro dejó sus clases de quickstep. Según contaba Guillermina, el atolondrado aspirante a Fred Astaire se había marchado sin despedirse ni reclamar el dinero que había pagado por adelantado. Valentina esperó a finalizar el curso antes de cerrar tras de sí para siempre la puerta de la academia. Cristina, en cambio, se quedó; no obstante, no volvió a comportarse con la alegría de una frívola casquivana. Allá donde las casitas bajas perdieron una de sus fuentes de diversión: nunca más se la vio llegar los lunes en un coche distinto conducido por un joven diferente. Fue Luciana, la pollera del Mercado Central, la que contó a las catequistas de San Andrés dispuestas a escucharla que tales caballeros no eran sino los hermanos de la bella profesora de baile La noticia causó una enorme decepción entre los que espiaban la llegada a la academia de la bella profesora los lunes. Poco a poco, fueron desapareciendo los curiosos, que buscaron en otro lugar, a quien dirigir sus ansias de conocimiento.
Con el paso del tiempo, los vecinos de allá donde las casitas bajas se olvidaron de las penas de amor de Valentina y Ramiro. Quienes los conocieron, vieron cómo sus hijos abandonaban el barrio en busca de fortuna al otro lado de la ciudad. Se derribaron las antiguas Escuelas Pías y, en el solar donde se encontraba, se construyó un centro comercial tan gigantesco que se veía desde los cuatro puntos cardinales de allá donde las casitas bajas. El día que abrió sus puertas, dejó sin palabras al público, que contemplaba fascinado las relumbrantes arañas del techo, las imponentes columnas de mármol del color del jade y las tiendas que exponían en sus escaparates artículos de ensueño que sólo habían visto en las películas. Pronto se llenaron sus pasillos de señoras que se probaban un modelito de París, parejas de novios que tomaban un helado en una elegante cafetería, ancianos que buscaban un lugar fresco en verano, un lugar cálido en invierno. Poco a poco fueron cerrando las tiendas pequeñas del barrio que, a medida que cobraba fama el centro comercial, iban perdiendo clientes. En unos años, se transformó la fisonomía del barrio. Los videoclubs dieron paso a concesionarios de coches y la panadería de la señora Felisa se convirtió por arte del progreso en una tienda de delicatessen. Cuando Ramiro cerró las puertas la tienda de Todo a cien pesetas, abrieron dos más regentadas por una familia de chinos que se llenaban de chiquillos, a la salida de la escuela, cuando, sin perder un minuto, corrían en busca de la más dulce golosina. En unos años, dejó de verse a Julita, la del portal quince de la calle Pensamiento, a Sebastián el charcutero, a Rosa, la de la mercería... El barrio ya no era conocido como allá donde las casitas bajas. Ni siquiera como Los Robledales. Todo el mundo se refería a él como La Ciudad Residencial.
***
Era una mañana de abril. El sol había sacado su paleta para pintar con los más vistosos colores las lilas, los narcisos, las peonías y los tulipanes, que llenaron con su fragancia el aire. Por la acera donde diez años antes estuvo la academia de baile de José Santos, un caballero paseaba a dos galgos de porte majestuoso. Impresionaba su figura distinguida: alto y delgado en grado sumo, apenas se le veía si se ponía de perfil. Llevaba el pelo blanco peinado con cuidado hacia atrás y sus ojos, de mirada bondadosa, suavizaban la dureza que el pico de viuda daba a su rostro. Se detuvo un instante ante la que fuera antaño la puerta de la academia. Los galgos levantaron el hocico y husmearon el aire. El más delgado tiró de su amo para que siguiera caminando pero el distinguido paseante se había perdido en sus pensamientos y no se percató de la impaciencia de los perros. Por la misma acera, bajaba una señora cargada con un capacho. Era de baja estatura y algo más que regordeta. Vestía falda de flores con amplios vuelos y encajes que le llegaba a los tobillos y mantón de Manila bordado con margaritas. Sobre los hombros le caía una melena rizada en la que se entremezclaban mechones blancos, grises y rojizos. Antes de verla, el dueño de los galgos oyó el tintineo de sus pulseras de hueso; antes de verla, el elegante caballero quedó prendado del perfume a primavera que la envolvía. Sus sombras proyectadas en la pared se reconocieron nada más rozarse y fue tal su contento, que se marcaron unos pasos de quickstep. Ellos se miraron con timidez, como si ninguno se atreviera a pronunciar el nombre del otro. La seriedad de sus rostros apenas ocultaba el nerviosismo que los embargaba. De pronto una sonrisa asomó a los labios de ella y revoloteó por los ojos de él.
—¿Qué tal un café acompañado de tarta de manzana en el Hotel Real? —preguntaron al unísono.
Una sonora carcajada asustó a los galgos, que se revolvieron alrededor de su amo. El elegante dueño de los galgos y la alegre señora se cogieron del brazo y enfilaron calle abajo hacia el viejo Hotel Real.
Ya no quedaba allá donde las casitas bajas quien espiase sus miradas desde la calle de la Alegría. Nadie le fue a contar a Rosa la de la mercería cómo pasaron la tarde entera robándose la palabra. Julita, la del portal quince de la calle Pensamiento, no se enteró de la rosa roja que él le regaló y que ella se puso con coquetería en el pelo. Ni hubo ningún charcutero del Mercado Central llamado Sebastián que se alegrase al ver cómo se desvanecía la distancia de los años. Nadie supo cómo aquella pareja ya entrada en años reanudaba su historia de amor. Nadie sino dos galgos. Y todo el mundo sabe que los perros no hablan.
¿O sí?