Dejamos la ciudad una gélida noche de enero, la noche anterior a mi boda. Escapamos como malhechores que huyen de su destino. Yo no llevaba más que un par de vestidos y la firme promesa de que me haría su esposa. Nos esperaba un coche a las afueras conducido por un labriego que apenas conocía. He de decir que, cuando me vi entre aquel hombre de fieros bigotes y Ricardo, que con el ceño fruncido me parecía un extraño, estuve a punto de volverme al calor de la casa de mis tíos. Mas superé el miedo cuando mi galán me dedicó una de sus luminosas sonrisas.
La capital supuso para mí una decepción. Creía que iba a encontrar un lugar luminoso, lleno de gente culta y distinguida pero lo que pude ver no se parecía nada al cuadro de vistosos colores que había pintado para mí Ricardo. Entonces no sabía que pasaría mucho tiempo antes de salir de aquel barrio sucio y maloliente en el que sobrevivían las familias de los obreros de una fábrica de tejidos de algodón. ¿Dónde estaban las amplias avenidas por las que transitaban coches elegantes? Ricardo solo me mostraba estrechas callejuelas pavimentadas de lodo, cáscaras de fruta y excrementos.
Llegamos a un caserón que no tenía más que una ventana que daba a una calle más ancha que las que habíamos dejado atrás aunque no más limpia. En ella vivía una viuda respetable, me dijo Ricardo, que me daría alojamiento hasta que nos casáramos. No pude evitar estremecerme cuando nos abrió la puerta una mujer entrada en años, con el negro cabello desgreñado y unas zapatillas desparejadas que asomaban por debajo de una falda negra demasiado corta. Como una ráfaga de aire, me vino el recuerdo de mi tía, siempre tan pulcra, tan atildada, y el deseo de volver a su lado fue tan intenso, que por unos instantes mi corazón parecía que se iba a detener. Saltaba a la legua que conocía a Ricardo. En su trato con él se mezclaban la familiaridad con la adulación. No me gustó. Su llaneza me ofendía y el tono empalagoso con el que se valía al hablar me causaba repulsión. El solo pensamiento de quedarme en aquella casa con tal mujer me llenaba de pavor. Me aferré al brazo de Ricardo y le supliqué al oído que nos marchásemos de allí; mas no pareció oírme atareado en reírse de un comentario subido de tono de la señora Medina, que tal era el nombre de la viuda.
La mujer nos condujo a la que dijo era la mejor habitación de la casa, que a mí me pareció la celda de Segismundo. No tenía ventana y olía a orines como si nunca se hubiera ventilado. Una cama enorme con una colcha de ganchillo color verde, una silla a la que le faltaba una pata de atrás arrimada a la pared y un arcón era todo el mobiliario de aquel cuartucho, la mejor habitación de la casa. Se me escapó un sollozo pero, cuando me volví buscando su comprensión, Ricardo se había marchado dejándome sola en aquel agujero.
Los meses que siguieron fueron un tormento. Las noches se me hacían eternas intentando conciliar el sueño y los días se me hacían interminables sin nada que hacer que esperar a mi amado que cada tarde me hacía una breve visita. Decía que no podía ocuparse más de mí porque estaba buscando un trabajo. Yo, creyéndolo doctor en leyes, confiaba en que su búsqueda diera frutos pronto. Pero no fue así. Los días pasaban y, cuando le preguntaba si había encontrado un bufete que reconociera su valía me respondía con evasivas o simulaba no haberme oído.
Con el transcurso de las semanas, su trato conmigo se fue volviendo más hosco. Prefería a mi compañía las bromas procaces de la señora Medina o la cháchara grosera de la criada. Me causaba no poco desconcierto verlo reír hasta las lágrimas con frases a medio terminar que yo no comprendía del todo mientras que a mí me miraba con el ceño fruncido, como si le fastidiase tener que hacerse cargo de mi cuidado. Llegué a cogerle miedo pues podía despertar su cólera si me atrevía a interpelarlo sobre nuestro porvenir.
Me invadió un sentimiento de abandono. Añoraba los mimos de mis tíos y de mis primos, las caricias de la anciana Naná, que, casi ciega, suplía la falta de vista con la sensible visión de las yemas de los dedos. La ociosidad no me ayudaba a superar la enfermiza melancolía en la que me iba sumiendo. Me ahogaba en aquella casa. No sabía cómo hablar con la señora Medina y la criada, no mucho mayor que yo, me daba miedo con sus descaradas maneras.
Martirizada por aquel ambiente tan opresivo, me ofrecía a hacerle a la señora Medina toda clase de recados que me mantuvieran alejada de la casa y, pese a no haber pisado nunca antes una frutería ni una lechería, me convertí en entendida en estos menesteres. En más de una ocasión mi patrona me encomendaba la compra de láudano, con el que aliviaba las fuertes jaquecas que la torturaban por las mañanas. De ese modo conocí a don Teófilo, el boticario.
Era éste un hombre que me traía el recuerdo de mi tío. Siempre me acogía con una sonrisa que parecía augurar un venturoso porvenir. Mezclaba su habla entre andaluza y extremeña con graciosas palabras que inventaba. Me gustaba ir a su botica y entretenerme con su discreta conversación. Siempre tenía una palabra amable para sus clientes y era cariñoso conmigo cual si sospechase que me faltaba el calor de mis seres más queridos. Es cierto que mi pudor me impedía abrirle mi corazón pero, con la clarividente intuición de quien está acostumbrado a tratar con gente de muy diversa condición, adivinó mis penas, con sus delicadezas, supo darles alivio y confortarme con su consuelo. No era raro, pues, que me escapase de la casa de la señora Medina solo para oírle hablar de sus pequeños nietos o del poder de los remedios que preparaba en la trastienda. Esos momentos en su compañía hacían mucho bien a mi corazón que, con tanta pena, comenzaba a fallar de nuevo.
Fue don Teófilo quien me dijo que uno de sus clientes andaba buscando un abogado para su bufete. No es difícil imaginar el contento que me produjo esta noticia. Aquel día miré el cansado reloj de la señora Medina lo menos diez millones de veces esperando impaciente llegase la hora en que me visitaba Ricardo. Me volví sorda a las irónicas lindezas con las que me solía regalar la criada y los gruñidos de la señora Medina pasaron inadvertidos ante mí. Era tal mi alegría que me sorprendí mil veces a mí misma canturreando tonadas de mi niñez. En un momento de debilidad, les conté la buena nueva pero mis palabras no fueron recibidas sino con fuertes risotadas.
A pesar de la inoportuna hilaridad de la patrona y la criada, nada me hizo sospechar lo que me esperaba aquella noche. Cuando le conté a Ricardo que había encontrado un trabajo para él que nos abriría las puertas de un futuro juntos, no batió palmas de alegría, como esperaba que hiciese. Salió dando un portazo de la salita donde cada tarde le recibía y me dejó asustada en medio de una frase sin saber lo que había sucedido.
Durante tres semanas esperé su regreso entre el deseo de volverme con mis tíos y el anhelo de verlo de nuevo. La señora Medina me miraba de soslayo sin decirme palabra alguna hasta que un día, ignoro si compadecida de mi desdicha o cansada de verme vagar por la casa como alma en pena, me lo contó todo.
Ricardo era el hijo de un pariente lejano de su difunto marido. Su padre había sido funcionario del ministerio ultramar en el primer gobierno de Cánovas del Castillo, donde había medrado siguiendo la estela de un conocido del ministro. Desde su elevada posición, había ayudado a mucha gente, entre quienes se encontraba el marido de la señora Medina. Le consiguió un puesto en un economato que le permitió vivir con holgura hasta su muerte. El hombre siempre estuvo agradecido a su pariente y, cuando se descubrió que Ricardo había abandonado sus estudios de Leyes, prometió mediar entre padre e hijo para evitar una ruptura.
Ricardo encontró en casa del señor Medina un lugar donde refugiarse de la cólera de su padre. El buen hombre había salido más de una vez en su rescate pagando, antes de que tuviera conocimiento el progenitor del joven, las deudas que contraía en negocios estrambóticos o en su trato con mujeres de malvivir. El difunto señor Medina nunca pensó que, con su proceder, había pagado con creces la deuda que pudiera tener con su pariente. Con una bonhomía que exasperaba a su mujer, perdonaba al díscolo muchacho su incapacidad para entrar en el mundo de los adultos. Le disculpaba cada vez que dejaba un empleo y creía a pies juntillas las promesas de regeneración siempre incumplidas.
Poco antes de morir, el señor Medina hizo jurar a su esposa que nunca abandonaría a su joven pariente y solo en atención a tal juramento había accedido a acogerme en su casa.
No quise creerla. Hacerlo sería admitir que Ricardo me había engañado, que todo él era un engaño. A la señora Medina le causaba risa mi pretensión de convertirme en la esposa de su pariente y se burlaba de mi ingenuidad por dar crédito a las historias con las que me encandilaba. Ricardo, decía, nunca había salido del país y sus fabulosos viajes no habían tenido lugar sino en su fantasía.
Las revelaciones de la señora Medina fueron el origen de miles de cavilaciones hasta que pude ver a Ricardo una semana después.
Llegó con la sonrisa puesta en los labios y me colmó de tanto mimo que casi me hizo olvidar mis pesares. Era tanta mi alegría por tenerlo conmigo que no me atreví a contarle nada, no fuera a romperse el hechizo y volviera a abandonarme. Dejé pasar los días mientras vivía la dulzura del reencuentro.
Pero mi Ricardo era de temperamento veleidoso y pronto se cansó de hacer de enamorado. Volvió su ceño fruncido, sus malhumores, y, por probar un plato nuevo, dirigió su atención hacia Petra, la criada.
Mas esta vez abandoné mi talante sumiso.
Lo llamé a mi habitación y le espeté no pocas lindezas. Hubo de oír de mis labios la historia que me había contado la señora Medina y hacer frente a una furia que ni yo misma sabía que guardaba dentro de mí. Fue tal su asombro que no negó nada, pero me apaciguó con caricias y besos más y más ardientes y por vez primera recibí el nuevo día en sus brazos.
Los días que siguieron renovó sus promesas de hacerme su esposa. Se reconciliaría con su padre, dijo, y se sometería a sus deseos de hacer de él un hombre de bien. Yo le creí. ¿Cómo no iba a regenerarse por mí después de haber sacrificado mi virtud por él? Pero la gente no cambia solo porque deba hacerlo.
Hacía tres meses que compartía las noches con él cuando sus visitas volvieron a escasear. Pero esta vez no me importó tanto. Mis primas Trinidad y Macarena habían dado conmigo y, sin hacer caso de la prohibición impuesta por el resto de la familia, me enviaron una larga carta que borró toda tentación de tristeza. La epístola me trajo el aroma de la tierra mojada que se colaba por las ventanas de la casa de mis tíos, el calor de un cariño desinteresado y la calma de un hogar donde no me tenía que preocupar más que por el color del vestido que me ponía para pasear.
Las contesté tras releer tres veces sus cariñosas palabras. Durante días repetí en voz baja fragmentos enteros de la carta hasta que una nueva la arrumbó al fondo del arcón.
Ricardo no pareció importarle ni mucho ni poco que reanudase mi trato con Macarena y Trinidad. En sus vaivenes, a los que ya me estaba acostumbrando, le tocaba el turno a la indiferencia hacia mí y apenas me escuchaba cuando le hablaba. Ni siquiera prestaba atención a las bromas procaces de la señora Medina ni a las miradas seductoras de la descarada Petra.
La dicha que me causaba la correspondencia con mis primas se vio empañada por unos mareos que empezaron a rondarme al levantarme cada mañana. Me daba vueltas la habitación, mi estómago, que siempre había sido dócil, se unía a la danza y la sola visión del desayuno me provocaba arcadas. Creí que era cosa de tanta emoción vivida en los últimos tiempos pero el paso de los días no me traía alivio alguno. El pudor me hacía esconderme de mi patrona y la criada pero, si las negras ojeras no me delataban, fue la perspicacia de la señora Medina la que adivinó mis cuitas.
Una mañana, entró en mi dormitorio antes de que me hubiese levantado. Me traía, dijo, una taza de caldo que calmaría la rebeldía de mi estómago. Con una ternura que no la había creído capaz, retiró un mechón de mi cabello de la frente y depositó en ella un beso tan suave que apenas sentí. Luego me pidió que permaneciese en la cama un rato más. Aquella dulzura me causó más espanto que las bromas procaces, las risotadas o las brusquedades con las que solía obsequiarme.
Cuando me levanté, me estaba esperando en la cocina. Había mandado a Petra al mercado y estábamos solas. Me hizo sentar en la mesa frente a ella y me dio un puñado de judías verdes para que la ayudase a limpiarlas. Durante un rato, permanecimos en silencio, abstraídas en la tarea. Luego, como si continuara una conversación nunca iniciada, la señora Medina se puso a hablar de cosas sin importancia, el precio de la fruta, el frío de las calles... Cosas así. Yo la escuchaba no sin poca inquietud ignorando adónde quería llegar; pero poco a poco, me dejé conquistar por la suave calma que desprendía. De repente, levantó la voz y me hizo una pregunta que al principio no comprendí. Sus palabras descarnadas me causaron tanta turbación que se me cayó el balde de las judías. ¿Cómo sabía que no sufría las molestias propias de una mujer? No me dio tiempo a contestar. Detrás de esta pregunta vino otra y otra y otra. Más y más aturdida, me eché a llorar. La señora Medina me abrazó y prometió ayudarme.
Aquella tarde, cuando vino Ricardo, no me encontró a mí en la salita donde solíamos vernos sino a la señora Medina, que lo esperaba erguida con gesto adusto junto a la ventana. Mi patrona no me contó gran cosa de la charla que mantuvieron. Supongo que, como solía hacer cuando estaba enfadada, el chorreo de sus palabras no dejó mucho hueco para las de Ricardo. Yo no le llegué a ver más que un instante en el momento en que cruzaba la puerta del vestíbulo para marcharse. No podía imaginar entonces que aquella iba a ser la última vez que lo tendría ante mis ojos.
En tres semanas, no tuve noticias de Ricardo. Ni una breve visita ni unas letras para decirme que pensaba en mí. Transcurrido ese tiempo, me llegó una carta larga y ceremoniosa que no sirvió sino para llenarme de desamparo y desolación. En ella me decía que hacía unas semanas que se había reconciliado con su familia. La concesión del perdón de su padre, escribía, había llegado después de que su madre derramase amargas lágrimas. Su padre, hombre implacable, no se plegaba fácilmente a los deseos de los demás; nunca daba nada sin pedir algo en contrapartida. Había tenido que hacer un montón de promesas y sacrificios a expensas de un inmenso dolor. Tanta palabrería no era más que el preludio del anuncio de su matrimonio con otra mujer. Me abandonaba a mi suerte sin ninguna consideración. Ni una palabra del niño que estaba en camino. Ni una palabra de disculpa. Un montón de lamentos y lloros por la pérdida de libertad y nada más.
Hube de leer la carta varias veces antes de comprenderla. Mi estupor era tal que ni lloraba ni reía. Salí al encuentro de la señora Medina y le tendí la carta entre balbuceos. La patrona no permaneció callada como yo. Sus imprecaciones debieron de oírse en los confines del país. Cuando se calmó, me cogió del brazo y me hizo sentarme junto a ella. Para entonces yo ya había tomado conciencia de lo delicada de mi situación. Había arrastrado por los suelos mi virtud y me encontraba lejos de mi familia. ¿Cómo iba a cuidar a mi hijo si no sabía cuidar de mí? Mi primer impulso fue escribir a mi tía y confiar en su bondadoso corazón, pero la señora Medina me persuadió con grandes aspavientos. Había que ir poco a poco, dijo, urdir un plan que mantuviese limpio mi nombre.
Sentada en su escritorio y sin hacer caso de mis protestas, me dictó una carta dirigida a mis primas en la que les comunicaba mi boda con Ricardo. Con gran entusiasmo, narraba mi entrada en la iglesia de San Esteban del brazo del padre de Ricardo, la elegancia de los trajes de los invitados, los brindis después de un suculento banquete. Me revolvía al pensar en las mentiras que ensartaba en el papel pero seguía adelante confiando en el buen sentido de la señora Medina. Cuando terminé de escribirla, guardé la carta en mi dormitorio y durante una semana me debatí entre el deseo de romperla y el impulso de enviarla hasta que, en un rapto de inconsciencia, la llevé a la oficina de Correos.
Tras aquella primera carta, vino la segunda, luego la tercera y luego la cuarta. En ellas contaba las lindezas sobre mi matrimonio que me dictaba la señora Medina. En más de una ocasión tuve que enfriar su entusiasmo y suavizar su fabulosa narración con tintes de realidad. Así les anuncié la alegría por la espera de un hijo. En mis cartas, me cuidaba mucho de dejar traslucir el anhelo de verlas no fueran a presentarse en casa de la señora Medina y descubrieran el engaño.
Dos días antes de Navidad, nació mi hija y el día de Reyes la bauticé con el nombre de Aurora, como mi madre. La señora Medina fue su madrina y don Teófilo, su padrino.
En cuanto me vi madre de una niña, dejé atrás mis miedos, que me convertían en un ser sumiso y pusilánime. No podía seguir viviendo de la caridad de la señora Medina ni volver deshonrada a la casa de mi infancia. Mi buena patrona insistía en que escribiera a mi tía y le dijese que me había quedado viuda para salvaguardar la respetabilidad de mi nombre pero yo no quería valerme de más engaños. Con mis pocos conocimientos de piano, busqué tres niñas a las que daba clases en sus casas. Parte del dinero que ganaba se lo daba a la señora Medina por la habitación y la comida; el resto lo guardaba para la educación de mi Aurora.
Cuando ahorré un poco de dinero, alquilé un apartamento en un barrio más alegre de la ciudad y más saludable para mi pequeña Aurora. Atrás dejé mi sensibilidad exaltada y mi temperamento se volvió reservado y cauteloso. Encerré en el arcón del olvido el recuerdo de Ricardo, como si realmente hubiese muerto, como si fuese realmente su viuda, y derramé todo mi amor en Aurora.
De cuando en cuando, como para reavivar los sueños de otro tiempo, enviaba un poema a alguna revista literaria. Firmaba con el seudónimo de Aurora Quevedo para que nadie me reconociese. Aurora por mi hija; Quevedo por quien me mostró la belleza de las palabras. Con estos poemas recordaba quien fui un día; me anudaban a mi juventud perdida.
Solo la añoranza de mi familia perdida empañaba el cielo de mi felicidad. En otoño, la llegada de las lluvias me traía el recuerdo de la tierra mojada de mi ciudad. Me inundaba la tristeza al evocar el rostro de mi tía, madre de mi corazón, la voz grave de mi tío, las sonoras carcajadas de mi primo Santiago o las manos ásperas de Naná. La señora Medina, que nos visitaba con frecuencia, me animaba a escribirlos, a tomar el tren para ir a visitarlos pero yo no me decidía. En mi espíritu seguía viva la vergüenza por haberlos traicionados. Y, mientras tanto, las cartas de Macarena y Trinidad traían noticias cumplidas de cada uno de ellos: la úlcera de mi tío, la boda de Santiago, el fallecimiento de la anciana Naná, los nacimientos de los hijos de mis primos, bautizos, primeras comuniones... La vida en la ciudad seguía su curso sin mí.
Cada vez que llegaba una carta me demoraba al abrirla. Imaginaba que contenían una llamada, un beso, una palabra de mi tía, de mi tío, de mis primos. Pero parecía que, a excepción de mis queridas Trinidad y Macarena, todos me habían borrado de su recuerdo.
Una tarde de domingo estaba leyéndole un capítulo de David Copperfield a Aurora, cuando sonó el timbre de la puerta. La niña, que entonces contaba doce años, echó una carrera hasta el vestíbulo para abrir esperando encontrarse a la señora Medina o a don Teófilo, que la había adoptado como una nieta más. Un minuto más tarde, volvía sola. Que un señor preguntaba por mí. Por un momento, mi corazón, como si quisiera jugarme una de sus antiguas pasadas, se detuvo un instante y me hizo creer que se trataba de Ricardo pero me equivoqué.
Delante del espejo del vestíbulo estaba Fernando. Me impresionó su porte distinguido que le hacía parecer más alto. Su elegancia me recordó lo que había perdido. Traía un abrigo negro que no se quitó hasta que no le invité a hacerlo. Estuvimos unos segundos sin atrevernos a movernos, esperando que el otro diese el primer paso. Aurora nos miraba curiosa hasta que Fernando abrió los brazos y me envolvió en ellos. Su calor me hizo temblar.
—La tía se muere —dijo—. La tía se muere y quiere verte. He venido a buscaros a la niña y a ti.
No había tiempo que perder. Metí cuatro cosas en una maleta pequeña y salí con él.
Llegamos a mi querida ciudad de madrugada. Las primeras luces del alba me mostraban los lugares por donde había transcurrido mi niñez: el colegio de las ursulinas, la torre del ayuntamiento, los jardines de las Escuelas Pías, la casa de la tía Fuensanta, nuestra casa... Todo parecía más pequeño. Cuando se detuvo el coche en la entrada, la luz de la ventana del dormitorio de mis tíos me arrancó una lágrima. Traspasé el umbral asiendo con fuerza la mano de Aurora, a quien el sueño la hacía andar a trompicones. Al pie de la escalera estaba mi tío que debía de habernos oído llegar. Me besó en la frente, como solía hacer cuando era niña y luego abrazó a mi pequeña Aurora.
Mi tía parecía dormitar cuando entré en su dormitorio. Abrió los ojos en cuanto me senté junto a la cama y me sonrió. Luego volvió a dormirse. Pasé la noche sin moverme de su lado rememorando los momentos que había vivido en aquella casa, mi casa, con aquella familia, mi familia. En tanto en tanto, mi tía despertaba y, al verme, me dedicaba una media sonrisa que quería ser la acogedora sonrisa de otros tiempos. Así, entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, estuvo tres días. El cuarto, pareció despertar del todo. La fiebre desapareció y sus mejillas se sonrosaron.
Me pidió un vaso de agua, pero solo se humedeció los labios agrietados. Descansó la cabeza en la almohada antes de hablarme. Apenas la oía, tan queda era su voz. Sus palabras evocaban los años de mi niñez, mi corazón delicado, mi alocada fantasía llena de versos. Pero también hablaban del dolor de la separación, de los años de espera, de las noticias que le llevaban Trinidad y Macarena y que ella escuchaba ilusionada.
—Te conozco tan bien —dijo—, que leía entre líneas los pesares que nos ocultabas.
Yo apenas la oía, ahogada en el llanto. Su dulzura me dolía más que si me hubiera cubierto con sus reproches. En sus palabras no había rencor por mi alejamiento pero sí mucha tristeza. Finalmente, fatigada, volvió a cerrar los párpados y se durmió con un sueño agitado. Aquella noche, nos llamó a todos a su lado. Repartió un beso a cada uno y cerró los ojos para siempre.
Me quedé en la ciudad dos semanas más, hasta que finalizaron las exequias por mi tía. Me reconcilié con mi tío, la tía Fuensanta, el primo Santiago, el primo Fernando, Macarena, Trinidad. Me reconcilié conmigo. Con la niña asustada que llegó a aquella ciudad con siete años. Con la adolescente soñadora fascinada con la poesía. Con la joven enamorada de una ilusión. Con la madre de Aurora, que había desterado de su corazón falsas quimeras.
Han pasado muchos años desde entonces. He vivido mucho. He tenido alegrías, tristezas. Mi hija me ha hecho abuela. La mayoría de la gente que quise de niña y de joven ha muerto pero, si cierro los ojos, me viene muy vivo el aroma aroma del magnolio florecido y de la tierra mojada por la lluvia que se colaba por la ventana de mi dormitorio en la casa de mis tíos. Entonces mis labios cobran vida y brotan de ellos unos versos:
“Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida, que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado”.