Éste es el desenlace de la historia de Gabriel y Raisa. Si os habéis perdido los capítulos anteriores, podéis encontrarlos en los siguientes enlaces:
Un veinticinco de junio, a las nueve de la noche, Gabriel cruzaba el umbral del restaurante francés Le Petite Chateau, cerca de la Gran Vía de Madrid. Había cambiado mucho desde la última vez que visitó la capital. Ya no era el muchacho torpe y larguirucho de hacía dos décadas, sino que su porte distinguido y un aire de seguridad en sí mismo atraía las miradas de los demás. Y, no obstante, sus sienes cenicientas le hacían aparentar más de los cuarenta y siete años que tenía.
—Es Gabriel Guzmán —oía a sus espaldas—. El violinista, el Nadal de la música. El mejor. Y es español.
Cuando entró en el comedor, se detuvo en la puerta y miró a su alrededor, como si buscara a alguien. El maitre, que lo había reconocido, se acercó con premura tan pronto como lo vio y lo acompañó a la mesa para dos personas, reservada a su nombre. Aún hubo de esperar veinte minutos hasta que Raisa acudió a la cita, y eso que él se había demorado a propósito para que ella no le notara la impaciencia por verla.
¿La reconoceré?, ¿me reconocerá?, ¿la encontraré tan cambiada que me parecerá una desconocida? ¡Hace tanto que no nos vemos!
Por su memoria pasaron los años transcurridos. El tiempo no había pasado en vano por él. Se había vuelto desconfiado; le costaba mantener una relación cálida con los desconocidos. Era consciente de la fama de distante que le precedía.
Fama de distante y desabrido. Por no decir de soberbio. De sobra sé lo que piensan de mí esos mismos que me adulan, los que no entienden mis exigencias, que toman por caprichos; los que no entienden que, si quiero mantenerme, debo aspirar a la perfección. ¿Y tú, Raisa?, ¿me comprenderás?, ¿estarás dispuesta esta vez a arriesgarte y a intentarlo?, ¿no ocurrirá como con Joan, que tras cinco años de matrimonio, se cansó y se fue? Pero Joan no eras tu, y ella lo sabía; no podía engañarla. Sabía que tu recuerdo no se había borrado de mi corazón ni se borrará jamás. Sabía que sólo podía ocupar un segundo lugar en mi corazón. Detrás de ti, amada mía. Muy detrás de ti.
A su memoria regresaron los difíciles años de matrimonio. Los problemas para verse. Los viajes de ambos, que tocaban en orquestas diferentes. Años que, sin embargo, no fueron sino unos meses de vida efectiva en común. La convivencia no siempre fue fácil. Los continuos cambios de humor de Joan y la escasa paciencia de Gabriel los volvían insoportables. Las discusiones entre ellos se hacían más y más frecuentes, y si, en los primeros tiempos, una noche de pasión borraba cualquier rastro de desavenencia, con el paso de los años, esa misma pasión se fue tornando en acicate para que aumentase el resentimiento entre ellos. Una mañana en que Gabriel se iba de gira por Francia, se despidió para no volver a la casa que compartían. Joan, como si esperase aquel momento para marcharse también, le dijo que hacía tiempo que estaba medio en relaciones con su agente y que, hasta aquel momento no se había atrevido a contárselo. Gabriel recogió sus cosas en silencio: tres o cuatro trajes, unos cuantos libros, sus discos compactos y su violín. En esos pocos objetos se reducían los años en común.
Cuando terminé de embalarlo todo y me vi en aquel espacio vacío, me di cuenta de que nunca me había sentido en casa en aquel apartamento, que aquellas habitaciones no tenían otro significado para mí que las habitaciones de los hoteles en las que no pasaba más que unas cuantas noches.
La llegada de Raisa desvaneció sus recuerdos. Venía casi corriendo, como de costumbre, disculpándose por la tardanza. Cada paso que la acercaba hacía desaparecer un año de distancia y, cuando estuvo frente a él, le pareció la misma de siempre. Alegre y habladora; ajena a su elegancia, pese a las miradas de admiración que despertaba en las mesas de alrededor. Gabriel se levantó, la besó en ambas mejillas y le retiró la silla para que pudiese sentarse. De los labios de Raisa se escapó un pequeño suspiro, apenas perceptible.
—¡Cuánto hacía que no me trataban con tanta amabilidad!
Durante unos minutos, Gabriel permaneció extasiado contemplándola. El tiempo no había dejado otra huella sobre su rostro que unas pequeñas arrugas en la comisura de los labios, que bien podrían atribuirse a la sonrisa que la iluminaba. Como en el pasado, enseguida se adueñó de la conversación. Parloteaba sin parar y pasaba de un tema a otro sin transición alguna. Como quince años antes, Gabriel apenas habló, encantado en escucharla.
—¡Oh! Soy muy feliz con la vida que llevo. Ahora vivo con mi madre, ¿sabes?, como cuando estaba soltera, en mi casa, ¿te acuerdas? Es como volver a ser niña, volver a dejarse mimar. Me mudé hace dos años, cuando falleció mi padre y mi madre se quedó sola. Desde entonces, paso los días como una princesa. Hago lo que quiero sin tener que rendir cuentas a nadie. ¡Una gozada!
Soltó una estruendosa carcajada que atravesó el comedor y, para su pesar, avergonzó a Gabriel.
— No te puedes imaginar la delicia que es que te despierte por las mañanas el aroma a pan tostado, a mantequilla fundida, a café recién hecho.
Puso los ojos en blanco y volvió a su verborrea sobre cosas sin importancia, sobre personas cuyos nombres no le decían nada al violinista. Volvió a sus carcajadas, como cuando era joven y cualquier cosa la hacía reír; pero a Gabriel le parecía que había perdido espontaneidad, que su voz sonaba una nota más alta que en el pasado.
—Ahora bailo zumba, ¿sabes? —Danzó sin levantarse de la mesa—. Tengo un grupo de amigas que disfrutamos un montón, los viernes, ¿sabes?, y luego nos vamos por ahí, de juerga, hasta las tantas, como adolescentes despreocupadas.
—¿Y el clarinete?, ¿cuándo sacas tiempo para tocar? —le preguntó en un intento de hacer regresar a la Raisa de antaño.
—¡Oh! —exclamó e hizo un gesto despectivo con la mano—. Eso era un sueño infantil. Como las novelas de amor que leía y me hacían soñar con quimeras; imaginar amores que se extendían hasta la eternidad. Pero el amor no existe, sólo la diversión del presente.
A Gabriel lo había enamorado, veinticinco años atrás, el modo de hablar acelerado de Raisa, la alegría de su atolondramiento; mas aquella alegría le resultaba demasiado chillona, desafinada, como si se hubiera roto una cuerda de su violín.
¿Quién eres?, ¿qué has hecho con la mujer que amo?, ¿dónde la has dejado?, ¿quién te ha dado el derecho de disfrazarte de mi Raisa?, ¿de torturarme con esta farsa? Esta parodia de los momentos más dichosos que he tenido. Llevo toda la vida esperándola, ¿por qué la tienes escondida? ¿Qué te pasa?, ¿es la ebriedad del alcohol?
La velada iba consumiendo los minutos mientras crecía la inquietud del violinista. Raisa se mostraba más y más eufórica. Extendió la mano por encima del mantel y oprimió la muñeca de Gabriel, que retiró con brusquedad sin que interviniese su voluntad.
Al término de la cena, le propuso un paseo por el Madrid de los Austrias. Confiaba en que el relente de la noche se llevase los malignos efluvios que, pensaba, habían transformado a su amada. Como si le quisiera dar la razón, Raisa guardó silencio mientras caminaban por las calles adyacentes al restaurante. Por un momento Gabriel creyó que volvían a estar en Viena, que los aguardaban en un hotel unas horas de pasión, que aún había esperanzas de recuperar a la Raisa que siempre había amado.
¿Es posible que haya amado toda la vida a una mujer que no existía sino en mi imaginación?, ¿que haya proyectado en ti una fantasía? No. No puede ser que todos los sueños que me consolaban de mis frustraciones convergiesen en la mujer forjada por mis anhelos. ¿La causa de mi imposibilidad de ser feliz estaba en esperar ser amado por una mujer inexistente? Por eso fui incapaz de amar a ninguna real, por eso, si consiguiera a la verdadera Raisa, si te quedaras conmigo, sería incapaz de amarte, de hacerte feliz.
Apuntaban las primeras luces del amanecer cuando se sentaron en silencio en los escalones a la entrada de un viejo edificio. Gabriel le ofreció un cigarrillo y encendió otro para él. Después de unas cuantas caladas, como si ella también evocara aquella noche vienesa, empezó a hablar muy bajito:
—Cuando te encontré en Viena, estuve tentada a quedarme contigo. Bastaba con extender la mano para encontrar aquello en lo que siempre había soñado: paz, sosiego, un hombre bueno que me amase. Pero tenía tanto miedo de decepcionarte… —Él quiso decir algo, pero ella no se lo permitió—. Si no me dejas seguir, nunca me atreveré a decir lo que llevo tanto tiempo querer decirte. —Dio una calada al cigarrillo y lo apagó en el escalón de piedra. —Lo mejor que he tenido en mi vida ha sido tu amistad; saber que, pese a la distancia, siempre podía contar contigo.
Gabriel se acercó más a ella. No sabía adónde quería llegar. Las palabras de Raisa tenían cierto sabor a despedida, pero también abrían una ventana a la esperanza.
—Después de pasar la noche juntos, imaginé cómo sería una vida contigo. ¡Lo deseaba tanto! Pero no podía ser. No podía arriesgarme a perder lo único bueno que he tenido.
—¡Pero yo te quería! —protestó Gabriel—. Te he querido siempre.
Raisa le acarició el mentón y lo obsequió con una sonrisa: una sonrisa colmada de tristeza y alejada del desenfado exhibido durante la cena.
—Lo sé; siempre lo he sabido.
—No lo entiendo —se impacientó Gabriel—. Si sentías algo por mí, aunque no fuera más que un poco —su voz se iba elevando más y más—, la milésima parte de lo que he sentido yo por ti, si sentías algún afecto, ¿por qué no te quedaste conmigo?
—¡Esperabas tanto de mí! Tenías una imagen de mí en la que no me reconocía. Yo no he sido nunca la mujer que creías. Tan maravillosa. ¿Cómo reaccionarías cuando descubrieses a la Raisa real? La de todos los días, la que se baja de los zapatos altos de tacón y se calza unas zapatillas. No sabes el miedo que me suscitaba sólo pensar en decepcionarte.
—Nunca me decepcionarás.
—Ya lo hice. Hace unas horas, durante la cena, cuando te presenté una cara distinta de la que esperabas encontrar. —Gabriel quiso protestar, a pesar de que le ardía la cara de vergüenza—. Cuando me casé, quería mucho a mi marido y creía en la felicidad nos aguardaba después de la boda, que sería para siempre. Éramos muy distintos. Él era introvertido y serio, mientras que yo… Bueno, ya me conoces. Él había sido brillante en sus estudios, yo fui del montón. A él no le gustaba la música ni la literatura, a mí no me gustaba el senderismo, que tanto le apasionaba. Pero ¿qué importaba? Nos queríamos y con eso era suficiente. Creía ciegamente que el amor todo lo puede. ¡Qué mentiras más grandes nos contamos a nosotros mismos!
Se había serenado. La veía de perfil y le parecía que había regresado la joven de veinte años; la que le confiaba sus penas y buscaba su consuelo; la que le contaba sus sueños, sus momentos dichosos. La que se perdía pintando un futuro de colores brillantes.
—Poco después de casarme, conseguí un empleo en una empresa de recursos humanos como administrativa. No era gran cosa, pero después de varios años sin encontrar trabajo, me pareció una maravilla. Mi marido no lo veía del mismo modo, le pareció que me devaluaba. Intentó persuadirme para que lo rechazara, para que esperase a que me saliese algo más acorde a mi formación. Él, decía, nunca se conformaba sino era con lo mejor. No quise ceder. Aquella fue la primera vez que lo decepcioné. Durante un tiempo, estuvo frío y distante.
Hizo una pausa para tomar aliento. Apoyó la cabeza en el hombro de Gabriel y lo hizo soñar al envolverlo con su aroma a violetas.
—Los sábados por la noche, invitábamos a amigos a cenar a nuestra casa. Aunque, tal vez tendría que decir a sus amigos, porque míos pocos venían. Yo me tenía que ocupar de organizarlo todo. Su horario de trabajo no le permitía estar en casa antes de las nueve de la noche. Pese a contar con la ayuda de una señora que iba a mi casa tres veces en semana, todo el peso de las cenas recaía sobre mí, que nunca se me dieron bien las tareas de casa y, mucho menos, la cocina. Pero nada de lo que hacía le parecía suficientemente bien: la carne estaba quemada, el flan duro o deshecho, la vajilla no iba con el mantel... Siempre encontraba alguna pega y decía que podía hacerlo mejor. Mi ansia por complacerle hacía que me pusiera nerviosa y cometiera un fallo tras otro. Cualquiera diría que lo hacía todo al revés. Nunca estuve a su altura. Mi marido triunfaba en todo lo que se proponía; yo era un fracaso constante.
Gabriel intentó protestar, pero Raisa no se lo permitió.
—¿Y la música?, ¿no encontrabas consuelo en la música? —le preguntó tras un momento de silencio.
—En los primeros años de mi matrimonio, todavía dedicaba unos minutos al día al clarinete. Me valía de la música, como tú dices, para consolarme; evadirme, más bien, de la frustración que me suscitaba comprender que la vida que había elegido no era ni parecida a la que había soñado. Cuando tocaba las primeras notas, volvía a ser yo. Lo mismo me sucedía cuando sintonizaba la radio y me transportaba a uno de tus conciertos. Tus éxitos me confirmaban que lo imposible podía convertirse en una posibilidad. Contigo, con tu música, me reencontraba con esa parte de mí que había de esconder cuando mi marido estaba presente.
Se mordió el labio inferior como si le costase seguir adelante. Gabriel le acarició el dorso de la mano para darle ánimos
—Es que… es que… A mi marido no le gustaba que yo le dedicase ni un momento a la música. Creía que era una pérdida de tiempo; una chiquillada, afirmaba con contundencia, que sólo servía para huir de la realidad, para que pospusiera mis obligaciones. Tardé en comprender que no se trataba de que no entendiera mi afición por la música o la literatura, que tampoco le hacía gracia cuando perdía una tarde con una novela.
Dejó vagar la mirada en la lejanía como si no encontrase las palabras adecuadas.
—Mi marido había hecho muchos sacrificios para estudiar la carrera y todo lo que se apartaba del cumplimiento de las obligaciones, las mías o las suyas; todo lo que no fuera el cumplimiento del deber le parecía una pérdida de tiempo. Pero no, no era eso, aunque también hubiera algo de ello. Hasta pasados varios años de mi matrimonio, no descubrí la verdadera razón de sus malas caras cuando me sorprendía en el cuarto de la música: la salita donde guardaba mi clarinete y a la que me retiraba a escucharte.
Gabriel le acarició la mejilla, pero Raisa no pareció percatarse.
—No, no era sólo que no entendiese mi relación con la música o con la literatura; era que tenía celos: celos de la música. El clarinete, las novelas, me apartaban de él. Era un terreno donde él no tenía cabida, donde se sentía inseguro, donde yo lo superaba. En el trabajo, en las relaciones sociales que mantenía con hombres de negocios, mi marido era un triunfador, un líder. Estaba acostumbrado a recibir la admiración de todos. Por eso me enamoré de él. No era un cualquiera. Por eso mismo se enamoró él de mí. Yo era el espejo en el que se miraba; mi admiración le devolvía una imagen grandiosa de sí mismo: él era un ganador, alguien importante porque yo le veía de ese modo. Y, por ello, temía que, si yo le dejaba de percibir como un ser superior, alguien que me protegía yo dejaría de amarlo y los demás, de admirarlo. No sé si me explico.
—Y lo dejaste —afirmó Gabriel más que inquirió.
—No. Yo nunca le dejé. Lo quería. Cuando no competía por ser el mejor, era la persona más considerada que he conocido en mi vida. Tenía un corazón así de grande. —Abrió los brazos como si fuera a abrazar el universo—. Y me hacía sentir la mujer más querida del mundo.
Ladeó la cabeza y en sus labios se insinuó una sonrisa cargada de dulzura. Gabriel no pudo evitar el pellizco de los celos.
¿Qué recuerdos han embellecido tu rostro?, ¿qué momentos en los que yo no estaba han despertado tu ternura?
—No, yo no le dejé. Aunque sí me aparté un tiempo. Cuando me encontré contigo en Viena, llevaba unos meses lejos de él. Me negaba a creer que todo había terminado entre nosotros. Pero creía que tenía que darle un aviso, que comprendiera que, si quería, aún podía rehacer mi vida sin él. Entonces apareciste tú, tan atento, tan sensible, tan enamorado.
Gabriel balbuceó esbozos de palabras que ni él mismo entendió. Raisa le tomó la cara entre las manos y depositó un leve beso en los labios.
—Déjame que te lo cuente, por favor. Si no, nunca me atreveré a hacerlo.
La distrajo un perro callejero que se acercó a ellos y los husmeó como si quisiera comprobar que se trataba de personas de bien. Raisa le acarició la cabeza y lo vio huir por donde había venido. Luego levantó la vista hacia Gabriel y continuó con su relato.
—Cuando te encontré en Viena, tan pendiente de mí, encantado conmigo, me enamoré de ti. Recuerdo contemplarte, dormido a mi lado, con una expresión de abandono en la cara: tan confiado. Como cuando te conocí. En ti no había dobles intenciones. Todo estaba a la vista. Y no tendría que fingir, porque me conocías como nadie y me aceptabas con mi clarinete y mis novelas.
—Pero huiste —gimió Gabriel—. Huiste a pesar de saber que nunca te había dejado de querer; a pesar de que me dedicaría en cuerpo y alma a hacerte feliz.
—Tienes razón, Gabriel. Huí de ti. Tuve miedo de no ser la mujer de la que estabas enamorado; que, cuando se te pasara la ilusión de los primeros momentos, descubrieras que la Raisa de tu imaginación no existía y, decepcionado, me abandonases llevándote contigo el último sueño que me quedaba. O que te quedases conmigo y, lo que sería aún peor, arrastrases tu frustración por miedo a hacerme daño.
—¡Tú no me hubieras decepcionado jamás! —exclamó Gabriel—. ¡Eso no habría ocurrido nunca!
—¿Ah, no?
—No. Yo te querré siempre. Todo me gusta de ti, especialmente tus defectos. Te hubiera adorado siempre.
—Yo no quiero que me adoren. No soy ninguna diosa ni ser sobrenatural. No quiero competir con un ideal ni sufrir por no estar a la altura de lo que se espera de mí. Sólo soy una mujer que quiere que la acepten como es, sin ver en los ojos del otro la decepción.
—¡Tú nunca me decepcionarás! Yo te amo, te amaré hasta el día en que me muera.
—¿Estás seguro? —Una luz acerada enfrío la mirada de Raisa—. ¿Acaso hace unas horas, cuando me mostré como una frívola que salía por las noches emulando a las adolescentes no fuiste tú el que quería huir de mí?, ¿acaso me conoces? Dices que me amas, pero ¿me amas a mí o a la mujer forjada por tu imaginación?
Gabriel no respondió. Estuvieron unos instantes más en silencio; luego, como si quisiera despejar el aire espeso que se había interpuesto entre ellos, preguntó:
—¿Y qué pasó después?, ¿volviste con tu marido?
—Volví. Volví y, durante un tiempo, pareció que las cosas habían cambiado entre nosotros, que iban a mejor. Mi marido aseguraba que los meses que había pasado lejos de él le habían servido para reflexionar, para comprender que yo no era una mera prolongación de él, que había cambiado. Y lo cierto es que, durante un tiempo, nuestra vida en común mejoró. O así lo creí. Hicimos un viaje por Finlandia que nos reconcilió. Pero mi marido no había cambiado, como se empeñaba en afirmar, y poco a poco volvió a las andadas. Mi marido no había cambiado, no; pero yo sí. Ya no era la mujercita sumisa con miedo a decepcionarlo. Encontré un empleo como traductora para una editorial infantil y mi trabajo me gustaba mucho. No me importaba lo que pudiera pensar de mí. Yo era feliz y con eso bastaba. Mi trabajo, me decía, no tenía que ver con el curso de mi matrimonio. Conocí a gente distinta, personas con una gran cultura que no buscaban la admiración de los demás, la mía.
—Y tu marido no soportó dejar de ser el objeto de tu admiración.
—No —Raisa negó con la cabeza.
—Y te dejó por alguna boba que cayó rendida a sus pies.
Raisa no respondió. Permaneció en silencio con la mirada en algún lugar de la lejanía.
—¿Sabes que nunca hemos tocado juntos? —preguntó de repente.
Saltó y cruzó la calle para llamar a un taxi. Gabriel se dejó guiar hasta la casa donde ella vivía cuando la conoció, un viejo chalet detrás de la calle Pío XII, muy cerca del Auditorio. Todo le resultaba más pequeño: el sendero de grava, la fuente coronada por un angelote trompetista, el banco de hierro forjado donde, en otro tiempo, intercambiaron confidencias, el porche delantero. Todo resultaba distinto. Todo, menos la higuera de ramas retorcidas, que se conservaba con el mismo aire decadente que antaño. Raisa lo condujo a una sala por la que se accedía directamente desde el jardín.
—Aquí no despertaremos a mi madre.
Bajo un amplio ventanal, dos atriles con sus partituras abiertas parecía esperarlos. Raisa lo invitó a tomar asiento en uno de los taburetes y sacó el clarinete de su funda. Sin preámbulo alguno, improvisó las primeras notas del Quinteto para clarinete y cuerda de Mozart. Le señaló con la barbilla un violín que descansaba sobre una cómoda. Gabriel lo tomó en sus manos y lo contempló incrédulo.
—Lo olvidaste la última vez que estuviste aquí, hace más de veinte años —explicó Raisa.
Interpretaron fragmentos de una obra tras otra. A través de la música, se decían aquello que no sabían expresar con palabras.
Concentrados en la música, en dar lo mejor de nosotros mismos, ni siquiera nos mirábamos. Nos bastaba con escucharnos, sentir la presencia del otro; saber que no precisábamos extender la mano para salvar la distancia de los años.
Hacia las diez de la mañana, la madre de Raisa apareció en el dintel de la entrada a la sala. Los estuvo contemplando unos minutos. No dijo nada. Ni sus ojos expresaron sorpresa alguna por ver al, en otro tiempo, joven desgarbado. Sin que ninguno de los dos se hubiera percatado de su presencia, cerró la puerta a su espalda y los dejó solos ejecutando una obra de Sarasate. Al cabo de media hora, como si lo hubieran previsto de antemano, cesó la música. Gabriel dejó el violín y el arco sobre el regazo. Giró la cabeza hacia Raisa y sonrió satisfecho.
—¿Entonces te quedarás conmigo? —le preguntó convencido de conocer la respuesta.
Pero ella se demoró en contestar.
—Vayamos despacio. Tenemos que volver a conocernos. Ya no somos los que fuimos cuando teníamos dieciocho años. Debemos darnos tiempo para enamorarnos otra vez. Pero no desesperes: tenemos toda la vida por delante.
Gabriel se levantó y se acercó despacio; la tomó en sus brazos y la besó en los labios.
— Si no tardas mucho, te espero toda la vida.