Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

miércoles, 22 de enero de 2020

"UN BUEN HIJO" DE PASCAL BRUCKNER


Un buen hijo es el título de un relato autobiográfico que publicara en 1992 el filósofo, ensayista y novelista francés Pascal Bruckner (París, 1948). En España la editorial Impedimenta lo publicó en 2015. El comienzo no puede ser más impactante: el narrador-protagonista-autor tiene diez años y antes de acostarse suele cumplir con sus oraciones, como le ha enseñado su madre, pero en esta ocasión le pide a Dios: «Dios mío, os dejo la elección del accidente, pero haced que mi padre se mate». Tiene sus buenos motivos para ello. Su padre es un maltratador que por cualquier motivo, a veces provocado por él mismo, les pega  sus buenas palizas a su madre y a él, además de ejercer la violencia psicológica en la que es un verdadero maestro. Varias son las escenas con que el narrador ilustra este vil y despreciable comportamiento de su padre, al que para completar su perfil nos lo presenta como un nazi en ideología y en la práctica (antisemita, racista, etc.). La novela o relato autobiográfico con estos mimbres podría haberse convertido en una narración de una dureza insoportable para cualquier lector; sin embargo, el autor lo va suavizando al relatarnos que la familia (los tres miembros: padre, madre e hijo) también disfrutaban de momentos de felicidad, que también nos describe. De esta manera, el monstruo que es su padre, se va destiñendo, va perdiendo su categoría de maltratador y nazi para, a través de un proceso de ridiculización, frivolizarlo hasta convertirlo en un payaso digno más de lástima que de repulsión. Así, acaba por resultar ridículo el olfato que tiene para detectar a los judíos; sus vaivenes ideológicos (llega a votar a la izquierda), cómo llora en brazos de su propia mujer el abandono de una de sus amantes (lo que le parece conmovedor al narrador); su obsesión por distinguir su apellido Bruckner del Brückner (con diéresis) judío, o las deudas y sablazos que les pega a amigos y familiares al final de su vida, o la suciedad o desaseo en que cae antes de ser internado en un hospital donde, jugadas del destino, lo cuidan enfermeras negras y árabes.
¿Y la madre? Aguanta hasta llegar a cierto masoquismo los malos tratos de su esposo, del que nunca ha querido separarse a pesar de los consejos de su hijo y familiares y de que no tenía dependencia económica de aquel. El único motivo de su negativa es sus firmes convicciones religiosas, como miembro de una familia católica en la que no están bien vistas las separaciones matrimoniales. La madre queda en el relato de su hijo en un segundo plano, una mujer sumisa, plegada a la voluntad de su marido, aunque se cruzaban insultos en sus continuas peleas; una mujer que nunca supo hacerse con las riendas de su vida, porque siempre se sintió dependiente de alguien, su marido que la maltrataba, o de algo, su fe católica, que le impedía separarse de aquel. El narrador, su hijo, se compadece de ella pero le reprocha su debilidad.
Y ahora viene el narrador, el “buen hijo”. ¿Es un buen hijo el que prefiere “poner entre paréntesis” a su familia antes que enfrentarse a sus problemas? ¿Es un buen hijo el que prefiere cerrar la puerta y largarse cuando el padre le ha pegado una paliza a su madre? ¿El que pide que lo internen en un centro educativo para alejarse de un padre violento y una madre débil, a la que nunca ha defendido, sino solo compadecido? El narrador confiesa que nunca ha querido a su padre, pero que si en algún momento le hubiera reconocido su maldad, hubiesen llorado juntos y lo hubiera perdonado. El padre termina en el relato por aparecer, así nos lo muestra el narrador, como un pobre hombre, un mal marido y un padre regular, pero un buen abuelo que tuvo durante toda su vida el problema de sus convicciones nazis acompañadas de esa agresividad y violencia que ejercía en el ámbito familiar.
         En la parte más personal, Bruckner quiere presentarse a los lectores como un hombre hecho a sí mismo a pesar de las condiciones de su familia. Supo desvincularse de sus padres y encontró en los libros y en algunos de sus profesores, tanto en el instituto como en la universidad, a los padres sustitutos o adoptivos que le dieron el calor emocional que no tuvo en su casa. Sin embargo, ninguno de estos sale bien parado en el libro: el admirado profesor de Filosofía se le viene abajo cuando visita su casa y conoce a su mujer; el prestigioso Roland Barthes, quien le dirigió la tesis, se rebaja a llamar a una editorial para que no publicaran un libro del narrador antes que uno suyo, y termina por representárnoslo como un homosexual que no se sobrepone a la muerte de su madre (el narrador se arrepiente de no haberlo reconfortado en aquellos momentos, ¿y a su madre, cuándo la reconfortó o defendió cuando su padre le pegaba?) Y a todo esto, cuidar a su padre al final de la vida de este no hay que entenderla como una obra de caridad, sino como una carga de la que está harto hasta el punto de sugerirle a su progenitor que se haga un “Stefan Zweig”. Y por último, el envanecimiento del narrador por el éxito fulgurante de todos sus libros, de cómo supo elegir la libertad que le daba la escritura antes que el trabajo docente, que le daba seguridad pero le coartaba la creatividad (¡Cuántos grandes escritores han compaginado sus labores creativas con sus labores docentes!). En realidad y aunque no sea, por supuesto, la intención del autor, resulta menos ridículo su padre, un ser repulsivo en tantos aspectos, que el propio autor, tan presuntuoso y ególatra que logra sin proponérselo por cansar al lector.
         Cuando terminas de leer esta novela la pregunta es obligada: ¿un buen hijo?   

Gracias a todos los miembros del Club de Lectura de la Biblioteca Central de Jerez. Sin la sesión que celebramos el sábado, 17 de enero de 2020, esta opinión nunca se hubiera redactado.

domingo, 19 de enero de 2020

A LA ALTURA


En la historia de las diversas manifestaciones artísticas, en las que incluyo por supuesto a la Literatura, se consignan con especial tipografía aquellos artistas que se adelantaron, se anticiparon a su tiempo, que fueron precursores de los movimientos y épocas que ellos, en su brillante y excepcional inspiración, supieron ver antes que los demás, y por ello se convirtieron en los grandes referentes o maestros de generaciones sucesivas. En esas historias se les suele denominar con el galicismo “avant la lettre”. Russell P. Sebold, uno de los grandes investigadores de nuestra literatura de los siglos XVIII y XIX, por poner un caso que ahora se me viene a la cabeza, ya advirtió hace muchos años lo que de precursor del movimiento romántico tuvo ‘Noches lúgubres’, la obra de José Cadalso, que se anticipaba incluso al éxito del ‘Werther’ de Goethe y la oleada de suicidios que en toda Europa esta obra provocó. Por su parte, la inmensa mayoría de artistas y escritores que llenan las páginas y páginas de los manuales son hijos de su tiempo, y crean sus obras dentro de los límites y cánones de un movimiento o época que se define a través de unas características comunes, de unos planteamientos artísticos compartidos, e incluso en algunos casos de vivencias y amistades. Y en muchas ocasiones, ponerse al margen del tiempo que a uno le ha tocado vivir, puede traer graves consecuencias, porque no hay peor castigo para un artista o escritor que su falta de definición y a veces encasillamiento en grupo, generación o movimiento; tiene que ser muy bueno para que se le consideren méritos y sobre todo se le consienta su marginalidad. Pero el peor castigo se convierte en la más trágica condena cuando ese artista no está a la altura de su tiempo, porque el olvido será su pena; ni una breve reseña, ni un mínimo comentario merecerá su obra en los manuales. Pero cuando no se está a la altura de los tiempos históricos, entonces más que el olvido es la ignominia lo que cae sobre ellos. Baroja se lamentaba de lo mal que estaban actuando algunos de sus compañeros de generación, él entre ellos, al comienzo de la Guerra Civil; un ejemplo de cómo el intelectual sabe perfectamente cuándo no está a la altura de lo que la historia espera de él. Pero mucho más ignominioso es que un político no esté a la altura que se le exige. Y en esto la Guerra Civil (cualquier época de la historia de España) nos da ejemplos más que ilustrativos. Cuando vamos a cerrar la segunda década del siglo XXI, de nuevo vivimos momentos que exigen de nuestros políticos que estén a la altura de las circunstancias, para que no tengamos que lamentar y sufrir las consecuencias, como ya lo hicieron generaciones no tan lejanas. Y si a los artistas se les olvida, a los políticos se les recuerda por lo que hicieron o dejaron de hacer, se les recuerda en la historia, la que permanece en letra impresa, la que no se olvida. José López Romero.