El otro día acudí a una
entidad bancaria a pedir un préstamo. Me gusta más esta palabra que “crédito”
porque así no me olvido de que los bancos no son más que al fin y al cabo unos
prestamistas. Y cuando llegó el siempre espinoso y desagradable asunto de las
garantías, saqué de una maleta que llevaba unos cuantos libros, lo más granado
y selecto de mi biblioteca: clásicos en ediciones rigurosas, primeras ediciones
de poetas contemporáneos, y hasta alguna novela del siglo pasado ya agotada. Mientras
los iba poniendo encima de la mesa, noté que el cliente de la mesa de al lado
(es lo bueno que tienen ahora las sucursales, que al no disponer de despachos,
la privacidad es más bien escasa, por lo que los clientes pueden consolarse y
resignarse en su paupérrima situación financiera), me observaba con cierta
expectación (seguro que ya estaba intentando recordar los libros que tenía en
su casa). El empleado, aunque con la misma amabilidad que durante toda la
conversación había mantenido, me preguntó por lo que estaba haciendo. “No
saque, por favor, más libros, caballero”, me dijo en un tono tan cortés como
sorprendido, aunque percibí un matiz de incomodidad. La verdad es que le estaba
llenando la mesa. “¿Y esto?”, me preguntó cuando di por finalizado mi trabajo.
“Desde el siglo XII, caballero –le expuse- los libros eran considerados objetos
comerciales y los prestamistas los aceptaban como garantía subsidiaria, como
así lo afirma el gran Alberto Manguel en ‘Una historia de la lectura’ y
recuerda Jorge Carrión en su libro ‘Librerías’. Así pues, yo vengo a pedir un
préstamo y le pongo encima de la mesa (literal) mis libros más valiosos. Fíjese
en este ‘Quijote’ de Crítica, o en estas ediciones de la RAE de las obras
cervantinas. Mire, mire esta bella edición de las poesías completas de Antonio
Colinas…”. “Pare, pare usted, caballero. Usted mismo lo ha dicho, los libros
valían algo en el siglo XII, pero me temo que poco o nada valen ahora”. Y tal
como los saqué, los fui metiendo en la maleta (el cliente de al lado me echó
una mirada triste pero solidaria, se notaba su decepción). Y salí de aquella
casa de préstamos sin un euro pero aliviado y contento. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 29 de abril de 2017
viernes, 21 de abril de 2017
FÁBULAS
Aunque sus raíces se
hunden en el mundo clásico, con el griego Esopo y el latino Fedro a la cabeza,
quizá la consideración general de la fábula es la de ser un género menor dentro
de la historia de la literatura, que disfrutará de un espléndido renacer en el
siglo XVIII con Félix María Samaniego y Tomás Iriarte en nuestro país,
herederos de una amplia tradición que tiene como referencia al mundo clásico, a
la literatura didáctico-moral de la Edad Media (‘Libro del Conde Lucanor’ o el
‘Libro de buen amor’), a la literatura paremiológica y de emblemas renacentista
y al francés Jean de la Fontaine. Porque las fábulas no son nada más y nada
menos que, como define el diccionario de la RAE: “breve relato ficticio, en
prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en
una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros
seres animados o inanimados”. Pero lo que ya no sabe
tanta gente es que el género, lejos de desaparecer con los ilustrados
dieciochescos, alcanzó un esplendor inusitado a lo largo de la centuria
siguiente, el siglo XIX, con colecciones dirigidas especialmente al mundo
infantil para su formación académica y, sobre todo, moral, con lo que la
intención didáctica, consustancial al género, no solo se mantenía sino que
incluso se intensificaba. Y como paradigma de esta literatura para niños y
niñas puede citarse ‘El libro de los niños’ (título elocuente), obra de la que
se publicaron más de setenta ediciones, de Francisco Martínez de la Rosa, el famoso
dramaturgo romántico (‘La conjuración de Venecia’). Todo un éxito de ventas. Y
ya que el género estaba de moda, otros escritores lo aprovecharon para
adoctrinar moral y religiosamente al público adulto, mucho más necesitado de
estos mensajes o sermones que la tierna infancia; y así nos encontramos con los
‘Solaces poéticos’ de la marquesa de Pardo Figueroa, hermana del célebre
asidonense Doctor Thebussem, cuyos versos hacía imprimir para recaudar fondos
destinados a obras benéficas. Pero también las fábulas decimonónicas sirvieron
para criticar y exponer a la pública vergüenza vicios y malas costumbres de la
época que son, al fin y al cabo, los mismos en todos los tiempos, y los
nuestros no son en este sentido y por desgracia una excepción. Pongamos un ejemplo
tomado de la ‘Historia de la Literatura Española. Siglo XIX’ (tomo II, Espasa,
coordinada por Leonardo Romero Tobar). El escritor Fernández Baeza critica en
su fábula del perro y el gato cómo los gobernantes no cumplen las promesas
hechas en las elecciones y se enriquecen
a costa del erario público, y tanto la oposición como la prensa, que tienen a
su cargo denunciar los abusos, dejan de hacerlo cuando les conviene: “A cuantos
como el perro he conocido / que lanzando al Gobierno ataques rudos / un trozo
de turrón los dejó mudos”. Intemporal. José López Romero.
sábado, 8 de abril de 2017
EL COCINERO ERA MESSI
En una reciente
entrevista, Messi confesaba que el único libro que leía era el que compartía
por las noches con su hijo. Nada que reprochar, muy al contrario. ¡Cómo
reprocharle al mejor jugador del mundo (soy madridista, pero la verdad es la
verdad, aunque duela) que lea con su hijo, si precisamente hace varias semanas
a propósito de una anécdota de Gorki, a quien el cocinero del remolcador donde
trabajaba le insistía en que leyese, defendía la lectura en familia! En más de
una ocasión he comentado que no habría mejor campaña de animación a la lectura
que Cristiano Ronaldo o/y Messi leyendo un libro, aunque por lo difícil de
imaginar, lo mismo no tendría el éxito esperado. Pero la enternecedora escena
de los dos mejores futbolistas del momento leyendo con sus respectivos retoños
sería sin duda un excelente reclamo publicitario y dispararía al menos las
ventas de libros. Aún recuerdo cuando Alfonso Guerra, al preguntarle un
periodista por sus lecturas, puso de moda ‘La Regenta’ y no digamos la ola de
¿lectores? que alcanzaron las poesías de Antonio Machado porque era el poeta
preferido del que fuera todopoderoso vicepresidente del gobierno socialista. O
más recientemente aunque ya lejos, la resurrección de ‘El señor de Bembibre’,
novela histórica del XIX de Enrique Gil y Carrasco, que fue el regalo que le
hiciera doña Letizia al entonces príncipe don Felipe con motivo de su
compromiso de boda. Desconozco cuántos de los que compraron o fueron
obsequiados con un ejemplar de ‘La Regenta’, o de las poesías de Machado, o incluso con ‘El señor de Bembibre’
terminaron por ser sus lectores; en cualquier caso, habría que agradecerles a
Guerra y a doña Letizia si por su prestigio, fama o celebridad se logró aumentar
el número de lectores de este país. Por eso, solo nos falta que Messi nos diga
el título de ese libro que lee con su hijo, éxito de ventas seguro. José López
Romero.
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