NIÑOS EN LA PLAYA
A pesar de que siente un dolor punzante en la espalda, carga la caja con una sonrisa en la cara. Y es que la figura que forman sus labios es su don más especial. Sus labios carnosos se despegan y efectúan una curva, dejando ver los dientes blancos y perfectos.
Él no sonríe. Se limita a pasear de vez en cuando por allí, para ver cómo llevan el trabajo. No hay ningún inmigrante más que ella. Entró de casualidad y sabe que a él le molesta, porque la grita y la insulta constantemente, como si fuese un pobre animal.
Sin embargo, ella le extiende su sonrisa cada vez que lo ve. El por qué resulta fácil: tiene los mismos rasgos que el pintor valenciano que ella adora: Joaquín Sorolla. Siempre de traje, preferiblemente gris, la barba canosa bordeando su cara redonda y sus labios serios; el pelo se le levanta alrededor de las orejas… los ojos no, son diferentes a los del pintor, estos son fríos y distantes.
Escucha cómo tose su marido tumbado en el sillón. Parece que, de un momento a otro, el corazón saldrá disparado del pecho como un suicida que se arroja al vacío sin más contemplaciones. Los tres niños, que ninguno supera los siete años, se lanzan a sus piernas al grito de mamá, deseosos de echar el diente a alguna suculenta, aunque escasa, comida.
Ellos saben volver solos a casa desde el colegio, agarrados de la mano y muy atentos a todo lo que les rodea. Su padre no se puede mover. Desde que llegaron a Madrid, cayó muy enfermo y su cuerpo no le permite ni mantenerse en pie. Pero no importa, porque ella traerá dinero a casa, aunque sea poquito, y cuidará de él y de sus niños porque son su tesoro más preciado.
Por la noche, espera a que el sueño se apodere de los suyos, para sacar un lienzo que esconde detrás del armario. Ya está un poco estropeado porque tuvo problemas para meterlo en el país, aún así, conserva su esplendor. Y es que sus manos le han concedido el lujo de saber mover el pincel sobre la tela para plasmar la realidad que a ella le gusta. Sólo compró pinturas para un cuadro, para ese que sostiene ahora y que observa con orgullo: Niños en la playa.
Pues sí, consiguió plasmar- salvando las distancias- el precioso color mediterráneo que Sorolla creó en esa pintura. Se siente orgullosa, a la par que intimidada por esa belleza. El reflejo del sol en el agua cristalina, la arena de la playa que se pega a la piel de los niños y, aunque no perfeccione las facciones de la cara, se sabe que los pequeños son felices.
Tras observar el cuadro, se adentra en la fría cama y busca el calor de los pies de su marido. Sueña, como no puede ser de otro modo, que lleva a sus hijos al mar Mediterráneo y que les ve jugar en esa playa deliciosa como los tres niños que se divierten en el cuadro que acaba de guardar de nuevo detrás del armario.
Procura no hacer ruido al levantarse por la mañana. Camina de puntillas, haciendo equilibrio con los brazos, y se sirve una taza de leche fría y sola. Y se da cuenta de que la leche la representa a ella misma ahí, parada en la ventana cubierta de escarcha, fría y sola. Pero tiene que trabajar, porque sus cuatro corazones necesitan la fuerza de ese pilar básico que les cuida y les protege. Nadie dijo que fuera fácil, pero tampoco imposible.
Todavía siente miedo cuando pasa por la calle sin farolas. A los pocos días de estar allí viviendo, un hombre armado la asaltó pidiéndole dinero. Ella no llevaba nada encima y pudo huir. Nunca lleva nada encima, como mucho un paraguas para protegerse de esta lluvia que cae sin consideración, aburrida, como si no hubiese otras cosas más interesantes que hacer. Por eso pasa presto, hace al cerebro estar alerta para que bombee sangre a los músculos si hay que huir. La adrenalina siempre a punto.
Lo primero que se encuentra es el semblante serio de su jefe. Ella lo llama Joaquín, aunque ese no sea su verdadero nombre. Pero no importa, pues no le dirige ni una palabra, no puede obligarlo a rebajarse a hablar con una inmigrante que viene a quitarle el trabajo a los demás. Así que enseguida se pone a descargar cajas, a abrirlas y colocar los juguetes que sus hijos nunca tendrán, esos mismos que, otros niños, despreciarán el día de Reyes.
Algunas compañeras son muy amables con ella. La tratan bien y conocen su situación. Otras no. Y ella lo entiende. La educación es así, restringe el pensamiento a una edad muy temprana y eso es difícil de corregir. Lo mismo pasa con Joaquín, que lanza una patada a una caja que se le acaba de caer. Él no alcanza a entender que ella está débil, pues hace mucho tiempo que no come para que sus hijos no se queden con hambre. Pero tampoco importa, porque cada uno tiene su problema. Joaquín también tiene dificultades: esta mañana, cuando salió a la calle, descubrió que algún gamberro le acababa de rayar el coche recién estrenado. Y lo de menos es el dinero, el engorro es tener que dejarlo en el taller por tiempo indefinido y no poder presumir de coche. Por eso no siente ninguna lástima de nadie… cada uno a sus problemas.
De todos modos, ella llega cargada con su sonrisa de buenas intenciones a casa, sus niños se empujan por ser los primeros en abrazar las piernas de mamá y le cuentan lo contentos que están por diversas hazañas en el patio del colegio. Además, su marido, entre tos y tos, consigue dedicarle una palabra bonita y se incorpora para darle un beso. Es el pequeño quien descubre con avidez el regalo que trae hoy su madre. Un cucurucho de castañas recién asadas. Empiezan a devorarlas y a comerlas con apetencia mientras se miran con ojos relucientes los unos a los otros. Hasta que mamá cierra de nuevo el cucurucho y lo deja encima de la nevera para luego.
Todas esas cosas que forman parte de su nueva vida son su secreta fuente de energía. De donde saca los poderes mágicos para aguantar el peso que el tiempo carga sobre su espalda.
Un día la tos para y el calor de los pies de su marido se convierte en un frío glaciar. Los niños no lo entienden y prefiere que sea así. No hay un hueco para el dolor, a pesar del inmenso vacío que acaba de llenar su interior. Porque debe sonreír para que sus hijos no se asusten y para mantener su trabajo. Así que, tras permitir que la tierra reclame lo que de ella salió, deja que la rutina envuelva su vida y la premie con los abrazos y los besos de sus tres pequeños.
No importa lo lejos que queda su tierra natal, tampoco importa a quién dejó allí, esperando su regreso; ni cuáles eran los motivos que la arrastraron a este país; ni que sus manos la podían haber ayudado a desarrollar la artista que llevaba dentro, en vez de estar cargando cajas en un almacén… ni siquiera importa su nombre. Sólo importa que su sonrisa ha conseguido guiarla hasta su sueño.
Porque el frío de la ventana solitaria, de la leche de por las mañanas y de las sábanas nocturnas no se queda en los huesos, sino que vuela con la primavera. Así como el verano trae consigo el sofocante calor que hace que se derramen los malos momentos enredados en las gotas de sudor que corren por su frente mientras, sonriendo, intenta fotografiar a sus pequeños tirados a la orilla del mar Mediterráneo, con el sol bañando sus cuerpos mojados y la fina arena acariciando su piel, como aquel cuadro de Sorolla que se quedó abandonado tras un armario en Madrid.
Ana Isabel Rodríguez Oliva
Primer Premio del XI Concurso “Cruzando Culturas” de Mérida.
Junio, 2008