Después de la fiesta familiar estuve pensando en los años que se me iban acumulando y que esos años ya no regresarían. Tenía que vivirlos al máximo, pero algo en mi había cambiado y no precisamente para bien.
Misifú durmió toda la noche conmigo, tuvimos un sueño tranquilo. Al verme en el espejo del baño observé que aún había rastros de maquillaje y mis cejas estaban muy bien delineadas. Observé también que no era tan fea como pensaba, algo en mi a veces relucía.
Pero me estaba volviendo completamente antisocial, a veces creía que odiaba a la gente, otras veces sentía lástima por mi misma. Llegué a cuestionar mi existencia muchas veces, y comencé con mis enfermedades sugestivas. Me hacía a la idea de que no podía respirar y así era, no podía respirar y eran noches de desvelo e insomnio interminables.
Otras noches no dormía por los sonidos en mis oídos, esos tambores o especie de música que me tenía en la locura. Y comencé a ser alérgica al polvo, a lo común y a la felicidad.
Después de la varicela y las semanas en casa sintiéndome mal, llegó algo de lo cual no estaba preparada: la muerte de mi abuelo paterno. Tenía cáncer y esta enfermedad lo consumió.
La muerte para mi era solo una palabra lejana que terminó por darme noches de guerra. Le lloré a mi abuelo, y me lloré a mi misma, por el sufrimiento que me iba tejiendo por las madrugadas pensando en por qué la gente tenía que enfermarse y morir.
Y pensé en mi muerte, pensé en morir, en cuándo llegaría y las múltiples enfermedades que me visitaban cada día. Y poco a poco ya no quería levantarme de la cama, y a veces se me dificultaba respirar.
En la preparatoria no me iba tan mal, hacia las cosas automáticamente y fui dando justificantes, me fui enfermando, y ya no comía y cada vez bajaba de peso. Y así las cosas cada vez peor.