Era el roce
de su piel lo que provocaba en él la resurrección. Sentimientos contradictorios
descubría cuando buceaba en el verde de sus ojos. Se elevaba si era ella quien susurraba palabras a su
oído. Mariposas atrapadas impulsaban un Vértigo con su aleteo desordenado.
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Amarla era
como asomarse al borde de un acantilado, sentir el pánico a las alturas, el
sudor frío recorriendo la espalda, el temblor en las rodillas y no poder retroceder porque la belleza del
paisaje le absorbía, le hipnotizaba, le poseía. La sentía así.
Le atraía
igual que una luz lo hace con los insectos, y estos acuden como hechizados a
sabiendas de que van a morir. Él se dejaba seducir por su aureola y emborrachándose
de su perfume se vaciaba de todo sentido.
Se dejaba
hacer. A veces él tomaba el control. Se mentía con fe. Ella, la
controladora. Manejaba los momentos llevándole hasta ese Vértigo que tanto
adoraba. Dónde moría cada vez al fondo de su ombligo.
Notar cómo
ella se extinguía entre sus brazos, el último suspiro en su pecho, las olas de
su vientre, el arco de su espalda… Sintiendo el peso de su alma contra la suya ya
soñaba con volver a ese precipicio.