Me
considero una de esas grandes herederas de la historia, lo cual no quiere decir
que haya recibido tierras con su capataz
y su cuadrilla de obreros dispuestos a sacrificarse por el patrón; tampoco he
obtenido mansión alguna en una tierra lejana,
equipada con todos los artilugios modernos y una insultante lista de mayordomos,
criados, y doncellas. Por supuesto, ni hablar de una cuantiosa fortuna. Nada
más lejos de la realidad.
Mi
herencia se basaba en ir recibiendo todo tipo de prendas de vestir, calzado,
libros de texto, complementos y por supuesto la cartera del cole, que no
mochila, esa la utilizaba para ir de excursión. Ni qué decir tiene que el
vestido de comunión también fue un bonito legado. De nada sirvió mi entusiasmo
cuando con orgullo le enseñaba a mi progenitora un catálogo de los susodichos
ropajes. Desenfundó su “la haces con el traje de tu hermana y no se hable más”
antes de que pudiera comentar el modelo de la portada.
Pasaron
los años a la par que yo seguía adquiriendo enseres de otros miembros de la
familia. Siempre me ilusionaba el hecho de recibir, pero también me preguntaba
cómo sería el momento de cortarle la etiqueta a una prenda de un solo dueño. Fantaseaba y todo, oye!
Cuando
mi hermana contrajo matrimonio y se marchó de casa, obtuve mi última y gran
adjudicación: su habitación con mobiliario incluido. Ya hablamos de algo más
serio, era la panacea del momento. Hasta ese día poseía un rinconcito nada íntimo
y con mucho personal. Me explico: para ir de un dormitorio a otro, había que
pasar primero por el mío, con lo cual el marcador quedaba así: íntimo – 0,
personal – 4. Ya podéis entender mi júbilo llegado el momento. Ella salía de
casa y yo entraba en su cuarto.
Para mi
enlace matrimonial, me pregunto ¿quién inventó lo de llevar una prenda usada?,
hubo una insinuación acerca de utilizar el mismo vestido que usara mi hermana
en su momento. ¡Pero qué obsesión con que sea la mayor heredera de la historia!
Claro, que una tiene su engreimiento y no cedió alegando que también había que
llevar algo nuevo y qué mejor que el propio vestido, confieso que accedí a lo
de la dichosa prenda usada, por tradición, pero no me hacía ninguna gracia.
Aunque
creamos que todo se acaba cuando te casas y tienes casa, nos equivocamos como
de aquí a Lima. Llegan tus retoños, y sin darte cuenta, la historia se repite:
un día cualquiera te das cuenta de que el pequeño lleva unos pantalones del
mayor, y que la nena, un vestidito de la prima y te preguntas: ¿cómo ha pasado?
Fácil: es el ciclo de la vida. Y no te sorprendas cuando llegue la hora de
heredar de tus hijos, también pasa, aunque esa ya es otra historia.